Elfriede
Jenilek, la inclaudicable, fóbica e implacable pianista del lenguaje, -recién
laureada con el Nobel de literatura, - tiene más que razón al no ceder con
su lenguaje que previene de la banalidad y de las oscuras sodomizaciones del
mundo que se construye con fervor
alrededor del poder fáctico o del andamiaje torcido de la realidad y sus
alrededores. No todo puede ser en literatura y realidad en el cliché
pirotécnico del Caballo de Troya de plástico inaugurando un mall o el grito
de un Tarzán asustado, porque ya la selva es un montón de chatarra sin otro
blindaje que la muerte. Nada peor que reciclar una imagen ya reflejada en el
espejo.
El
discurso de la banalidad se tomó el mundo hace mucho tiempo, el escenario del
diario vivir, al menos el que registran los medios, gobiernos, poderes fácticos,
quienes distribuyen la pelota del poder y hacen juego en la cancha social. En
las televisoras se aplauden de cuerpo entero, gritan rabiosamente el rating
y sonríe con sus encías moradas, relucientes carnes, el peso devorado por el
artificio, un polvo sublime hecho de absurdo y de la autocompasión del engaño.
Una sutil madeja de
pacotilla y chabacanería,
elaboran los libretistas exitosos, escogidos por este gran cuento de la
pantalla y de lo mediático.
Los escritores brillan
por su ausencia en estos escenarios de la imagen violeta.
En Chile es doblemente sintomático, porque la libertad de
expresión es una jaula dormida en el cuarto oscuro del off. Allí
un verdugo juega con la cabeza de Camilo Henríquez a la gallinita
ciega y la arrastra por el palacio de las ortigas. En el mundo, sólo unos
pocos escritores se pronuncian sobre lo que verdaderamente le ocurre a al
especie, toman el pulso de esta
banca rota moral, se pronuncian sobre el dramático curso de los
acontecimientos, reflexionan la verdad en medio del laberinto civilizatorio,
donde los cambios irregulares, arbitrarios, los choques y las confrontaciones,
las guerras, están dejando sin aliento a la propia civilización.
Es más fácil el sainete, lo cosmético, banal, la
chismografía idolatrada en su altar único, abanicar
lo grotesco, que hablar de la realidad, y el poder
lo sabe y se defiende con sus dientes de viejo cocodrilo y la maña de
un zorro viejo, que se pasea sin
pudor con su gallina en el hocico. Aparentemente los dientes no se le gastan
porque renueva su chapa postiza y sus dentelladas buscan el lado flaco de la
vida.
Es admirable su ejercicio, la eficacia, su singular
destreza, su inequívoca vocación
y olfato por el poder. En actos casi perfectos, sólo se huele el olor a la
sangre, en las más de las ocasiones, corre fluida y a nadie pareciera
preocuparle. Gajes del oficio en la ley de la selva.
La TV da sus propias dentelladas y los escritores no asoman
sus narices. Menos que los dedos de una manos, son los
“intelectuales”, que se refieren a los problemas de la actualidad
mundial, que involucran además el papel de la literatura, del escritor, de la
docencia, educación, y del libreto que permita un mundo mejor. Los escritores
no se pronuncian sobre las cosas importantes. No denuncian. No advierten. No
hacen opinión. No están presentes.
Sin embargo, algunos, están prestos para la pasarela. Se
prestan para un recorrido por la imagen. Les gusta ser objeto de culto en un
mundo poco culto, ocultos en la superficialidad de sus mensajes
intrascendentes, no porque carezcan de compromiso, sino son vanguardistas en
la banalidad, un oficio que entrega sus dividendos. No están solos en esta
jugarreta y cuentan con una infraestructura mediática que les abanica, aviva
la cueca, como se dice en Chile. Bajo el sol, lo nuevo es irrelevante, al
menos para el astro rey, que tiene ojos de lince. En literatura la
originalidad es un campo minado de buenas intenciones. La palabra sufraga sus
gastos con la tradición, el hilo de un viejo tejido, lectura sobre lectura,
el imán que imanta un nuevo imán.
Leo, no sin cierto asombro, los comentarios de Isabel
Allende sobre la última novela de Gabriel García Márquez,
Memorias de mis Putas Tristes. Se queja, la narradora chilena, que le
molestó la trama. No me gustó la idea de un viejo de 90 años, que para su
cumpleaños quiere regalarse la virginidad de una muchachita de 14, eso me
molestó terriblemente, puntualizó. No es la primera
mujer que se refiere en esos términos a la novela del colombiano. Los
cierto es que ese es un tema social de Colombia y hay otros más terribles,
que seguramente Isabel Allende desconoce, porque su mundo no es América
latina. En Colombia la realidad ha
superado con creces la ficción hace mucho tiempo. A las madres les roban a
sus hijos en el vientre. A veces los personajes y las tramas buscan al autor.
García Márquez reveló que hace años le rondaba la
historia por la cabeza. En la realización temática, influyó su lectura de
La Casa de
las Bellas Durmientes, obra del japonés Yasunari
Kawabata.
Pero en el peor de los casos un autor es dueño de sus temas y personajes. Lo
que importa es la historia. Ninguna historia bien escrita y contada puede
quedar fuera del juego y fuego literario,
me parece. América latina es un vicio social, un círculo recurrente de la
pobreza y del olvido. Las cifras de la infancia son de terror y dolor. Las
historias de espanto, superan a Harry Potter y cualquier otra fantasía
juvenil. La realidad toca la puerta miserablemente sin magia.
Los escritores exitosos como Gabriel García Márquez e
Isabel Allende tienen que hacer más por el futuro de la niñez
latinoamericana. Quizás ese sea un buen comienzo, porque algo más que ficción
necesitan los niños y jóvenes de América latina para enfrentar la realidad.
Que estas opiniones, muchas veces gratuitas, nos conduzcan a algún derrotero
más allá de lo personal.
Rolando
Gabrielli