En las tradiciones críticas que pusieron
su mirada sobre las grandes empresas periodísticas, siempre figuró como
prioridad indicar que la libertad de prensa era más bien la libertad de
empresa. Es decir, postular un terreno de libertades allí donde se movían
empresas cuya lógica era la del mercado -por lo tanto, la de la competencia y
el lucro- no era otra cosa que usar el concepto de libertad a favor de una sola
corriente triunfante de ideas. Precisamente la que se podría denominar
“capitalismo liberal”, acopiando en este concepto un atributo económico y
su posible ideología justificadora. Así, para los críticos más radicales -y
hay que recordar cuántos grandes ensayos de las izquierdas del siglo XX se
dedicaron a criticar a las grandes cadenas norteamericanas, como la de Randolph
Hearst- la prensa era una suerte de metáfora del capitalismo, pues englobaba
una cualidad empresarial propia de ese sistema y, a la vez, un uso de las ideas
y la escritura como ejercicio de encubrimiento social.
Hay que recordar que Lenin, en un célebre escrito de
comienzos del siglo XX, había asentado que el periódico y el periodismo en
general constituyen el “andamio” de las fuerzas políticas, y el periodismo
revolucionario tenía, de por sí, cualidades intrínsecas de organización
colectiva y movilización. De este modo, legaba a las grandes corrientes de
izquierda del siglo XX la idea de que el periódico y la escritura periodística
eran más relevantes que lo que las propias empresas capitalistas imaginaban con
la construcción de grandes periódicos de tiradas monumentales y, por
consiguiente, con la inevitable relación con las fuerzas políticas que ejercían
dominios inmediatos sobre personas, países y ciudades. Aquí podría
localizarse otra crítica al denominado “cuarto poder”, concepto que era una
versión aminorada de lo que en el leninismo era la supervaloración de la
prensa como origen del súbito giro revolucionario de conciencia de las
poblaciones.
La prensa del honor
Se trata del formidable film El ciudadano, de
Orson Welles, donde las advertencias se sitúan en el plano de una biografía
que vive del poder ilusorio que da la prensa. Pero, aquí, ni el intento de
controlar la palabra periodística ni la propia propiedad de los medios
previenen del fracaso, y sólo restaría el refugio imposible en los recuerdos
de la infancia. Esta crítica moralista de Welles, magnífica en su ejecución,
inauguraba la idea de que la prensa creaba ídolos de barro, comenzando por las
propias figuras trágicas o patéticas de los hombres que la controlaban. A
partir de aquí surge una corriente que pretendió reinterpretar la misión
esclarecedora de la prensa como un llamado a convertir la verdad en una cuestión
de honor, pero dando por sentado que el periodismo culto de masas es
consustancial a las fuerzas más notorias de la economía de las empresas
privadas, siendo la prensa una de ellas, no la principal, pero presentando la
intangibilidad de los derechos individuales como motivo esencial de sus temas.
Pero ¿hasta dónde podían conjugarse verdad por honor e
intereses empresariales? Una prensa así se concebiría no como heredera de un
Camile Desmoulins o de un Danton con la idea jacobina del grito del pueblo, sino
del jeffersoniano sentido según el cual la libertad pública se elabora desde
la razón individual informada en la variedad de sentidos del mundo. Se
disociaba la propiedad empresaria de las ideas a ser defendidas por honor,
incluso en el caso que pudiesen no favorecer a la propiedad empresarial o a los
gobiernos existentes en cada momento. Un optimismo racionalista liberal heredado
de la Ilustración -el leninismo periodístico sería su contracara, pero no
menos interesado en el “poder de las ideas”- permitiría mantener como causa
periodística fundante la defensa del entorno de libertades y derechos vitales,
por encima de los intereses inmediatos de los poderes realmente existentes.
Sería la prensa del honor. ¿Es posible? Para hacer breve
esta introducción, digamos que estos dilemas se acrecentaron notablemente en la
época de los gobiernos militares argentinos, que emplearon técnicas de terror
colectivo y aplicación de masacres sobre sectores específicos de la población.
Indudablemente, lo más importante que ocurría en el país en cuanto a lo que
vale la pena pensar y preservar en un tiempo histórico dado, no se evidenciaba
en los campos de la noticia periodística ni siquiera como un conjunto de
alusiones indirectas y prosas alegóricas que suelen surgir en los períodos de
cerrazón y censura. Sucedía algo más, que no era un “amordazamiento” ni
el montaje de una “prensa adicta”, sino un evento que tomaba de cuajo las
existencias, las escrituras y las profesiones, horadando el sentido mismo de lo
que debía pasar al plano real de las conversaciones y saberes posibles.
Figuras periodísticas estrictas como las de Robert Cox y
Jacobo Timerman (no me refiero aquí a Rodolfo Walsh, que deseó crear otro
mundo ético-político para la pasión periodística) fueron recortes dramáticos
de ese amargo período, indispensables para seguir reflexionando sobre él. Cox
es lo que llamaríamos un liberal medular, a la antigua manera anglosajona, que
cree poder trasladar una economía de alto tenor respecto al “capitalismo
serio”, hacia las éticas de transparencia absoluta en cuanto a cómo el
Estado debe tratar a los ciudadanos. Los acontecimientos ligados a la represión
clandestina del Estado entonces tuvieron en Cox un denunciante por honor.
Cox y Timerman
El entonces director del Buenos Aires Herald
deja una crónica convincente y dramática del modo en que su vida estaba
envuelta en el mismo plano en que se desenvolvía el terror hacia el conjunto de
la población y, específicamente, hacia los sectores comprometidos con
insurgencias varias. Pero Cox no compartía ningún credo insurgente, e incluso
los abominaba, y más, también los denunciaba. Pero importaba menos su biografía
real de periodista liberal, que el peligro efectivo que corría por escribir
sobre las desapariciones de un modo principista, denunciándolas. Sus
convicciones sobre la economía o la teoría de los dos demonios, no condecían
sobre el peligro en que se situaba por adoptar la parte honorífica del ideario
liberal. Precisamente, respecto a esa vívida construcción que cruza la
historia argentina contemporánea, la “teoría de los dos demonios”, Cox era
alguien que teniendo todas las posibilidades de concordar con las acciones
estatales -al fin, estaba vinculado personalmente a innumerables personajes
oficiales por su labor periodística de director de un diario en lengua
extranjera- corre el riesgo de hablar en contra de lo que se esperaba que
aceptase. Eran las “verdades de honor” a las que alude su interesante libro
-compilado por su hijo- titulado En honor a la verdad.
El caso contrario sería -aunque no es lugar para discutir
este hondo dilema- el del que teniendo todas las chances, por historia y
antiguas convicciones, de aceptar los estilos insurgentes más drásticos, también
realiza el acto no obvio de descomprometerse de ellos. Toma el empeño
dificultoso de criticar lo que obviamente debería ser motivo de
condescendencia. En la otra punta, Cox no aceptó lo que podría serle obvio, su
condescendencia con las técnicas militares de arrasamiento. En cuanto a
Timerman, su tragedia es vasta. Periodista creador de diarios, que podían
devenir empresas, modernizó los estilos nacionales y formó cientos de
periodistas, pero no pudo descifrar el secreto profundo -si alguien hoy puede-
de la Argentina.
Si estuvo dispuesto Timerman a conceder demasiado a los
poderes que lo agraviaron y de los que no calculó -quizás como todos- hasta dónde
podrían llegar en su ofensa de la condición humana, murió con la amargura
-quienes cruzamos algunas palabras con él en su último período pudimos
comprobarlo- de no poder desentrañar el alma subyacente de la historia que
vivimos. Esto es, cómo esa visión liberal de la integridad del individuo era
un dilema irresoluble ante la disyuntiva de mantener la empresa periodística y,
al mismo tiempo, “la verdad por honor”.
Estos capítulos sobrecogedores de la historia del periodismo
argentino deben ser recordados en el momento en que surjan nuevos debates sobre
la condición de la prensa y su relación con el Estado y los poderes económicos.
Y, por supuesto, con las propias economías que ellas despliegan en su perfil
empresario.
Porque el debate es ahora menos grave. Pero si lo enumeramos,
encontramos aquí el tema de la dirección de los recursos del Estado y la lógica
con la que se destinan, los informes de organismos internacionales ligados
especialmente a las grandes empresas periodísticas, los estilos de denuncia de
la política corrupta como modelos universales en el mercado de la noticia, que
consumen grandes públicos desinformados de las honduras reales de los dramas públicos,
etc. Por eso es crucial en los términos de esta época. El gobierno de
Kirchner, en la voz de su propio Presidente, ha contendido con periodistas y
analistas de coyuntura, nombrándolos específicamente. Hay que recordar que los
analistas económicos son también una suerte especial de periodistas que gozan
de una supuesta autorización para opinar. (Finalmente, todos somos periodistas,
los presidentes son periodistas y los periodistas son presidentes…) Pues bien,
el propósito de esta controversia es notable, introduce una novedad que no debe
incomodar.
Al Presidente le interesan los textos periodísticos,
considera importantes las cosas que allí se dicen, está formado en la concepción
“antigua” de que la prensa organiza el sentido del presente y que la vida
política debe crear una esfera autónoma donde sea legítimo criticarla.
Incluso, en la primera de sus críticas fuertes, a propósito de la tragedia de
Cromañó0n, mencionó en su ironía a las “plumas y las lapiceras”, la
primera palabra metáfora clásica del periodismo y la literatura, y la segunda,
lapicera, que por extensión no agrega nada, indica la vacilación para poner ahí
el verdadero debate: las economías empresariales en las áreas de las
comunicaciones, el papel del Estado distribuyendo subsidios publicitarios y el
canon de interpretación de la calidad que surge de una lógica noticiosa
arrastrada en la vorágine de los medios de comunicación contemporáneos. En
este último caso -que es el que particularmente irrita a las esferas
gubernamentales-, fotos de Kirchner subiendo a un avión Southern Winds suponen
un alegorismo salvaje, que actúa por bravuconadas metonímicas y que debilitan
cualquier texto, incluso cualquier pensamiento adecuado sobre el tema.
La palabra como don social
La tentación de producir alegorías propias,
“oficiales”, con otro tipo de entrechoque de imágenes puede no ser lo más
adecuado, por lo menos antes de que aparezca la pregunta sobre la época, la
pregunta sobre los lenguajes de este tiempo y el modo de debatirlos. Un gobierno
no debe ser ajeno a esa inquietud, y el anuncio presidencial de que desea
discutir con las Plumas y Lapiceras -es decir, con el texto de la época, que en
gran medida construyen los periodistas- debe ser servido por preocupaciones más
intensas. En el sentido tradicional, la multivariedad de lo que se escribe en
los periódicos de gran tiraje sigue perteneciendo a una previsible ligazón
entre públicos lectores, estilos periodísticos heredados e intereses de las
esferas económico-políticas no tan difíciles de imaginar, a pesar de que ya
casi un único estilo comunicacional recorre el planeta.
El debate con los organismos internacionales, como la
Sociedad Interamericana de Prensa, que examina y peticiona por la neutralidad
del Estado sin preguntarse sobre los supuestos más profundos por los que debe
encaminarse el debate colectivo (y tampoco sobre asociación entre medios económicos
y políticas de los órganos periodísticos más relevantes), debe ser acompañado
de previsiones más elaboradas en cuanto a la historia del periodismo en la
Argentina. ¿Cuáles? Las que surgen no tanto del debate con periodistas que
“defienden intereses que no declaran”, sino reconstruyendo la historia del
uso de la palabra periodística en la Argentina, la historia de sus medios y de
sus hojas más tradicionales y, asimismo, de las más duchas en emplear
torrenciales, y no pocas veces irresponsables, “semiologías de mercado”.
El estilo de barricade que, desde el Estado, se empleó en
esta importantísima controversia, como primer gesto, puede ser bienvenido.
Instituye territorios, deja huellas emotivas, anima a la polémica. Ahora, también
se debe explorar aquel “honor de la palabra”, aceptando precisamente que si
la lucha es por recursos económicos, una visión meramente empresarial siempre
tenderá a revestirla de una libertad abstracta y de una democracia pro domo
sua.
Por eso, en el camino hacia efectivas libertades -ya de
estatura emancipatoria- es de responsabilidad del poder público establecer la
viabilidad y consistencia del uso de la voz informativa, esto es, de la palabra
como don social. Entonces, será indispensable que, junto a una crítica a un
liberalismo que no examina sus propias premisas económicas, haya una distinción
sobre la autonomía relativa en que se forja el idioma de una época y sus
verdades. Los hombres atrapados por la maquinaria de poder y el ejemplo
que aquí y allá pudieron dar, a los tumbos, para mantener una creencia o
condolerse cuando se sumergían en la oscuridad de los tiempos, pueden ofrecer
temas para pensar lo que sigue pendiente: reconstruir la palabra pública, el
uso de nuestras plumas y lapiceras, y el modo en que están fabricadas.
Horacio González
Revista Debate