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RECORDANDO MALVINAS

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LA BATALLA DE MONTE LONGDON
LA BATALLA DE MONTE LONGDON

    “La mañana del 11 de junio estuvimos tratando desesperadamente de conseguir más municiones en el caso de que los ingleses vinieran. Sabíamos que era sólo cuestión de tiempo. Se podía oler la batalla en el aire. Esa noche no pude dormir, me preguntaba si sería mi última noche de vida. Nos recostamos en nuestros agujeros, nos tomamos de las manos y rezamos, tratando de darnos fuerza y tranquilidad unos a otros. Tenía miedo y no me avergüenza decirlo. Sabía que al caer la noche, la batalla se acercaba. Nos sobrevino una sensación de desamparo. Nos decíamos: ¿Para qué nos tranquilizamos y damos fuerza uno al otro?. Nadie nos va a salvar” (Los dos lados del infierno, de Vincent Bramley, Planeta, 1994) . Muy certero resultó el olfato de Santiago Gauto, conscripto aquel viernes 11 de junio de 1982 del Regimiento de Infantería Mecanizada N° 7 Coronel Conde (La Plata), pues a eso de las 21 horas la Compañía B del Tercer Regimiento de Paracaidistas británico iniciaría el ataque al Monte Longdon desde el oeste, mientras los mandos argentinos lo esperaban desde el norte. Así daría comienzo una dura lucha que insumió casi doce horas, constituyendo el combate más enconado y cruento de la Guerra del Atlántico Sur.
    “Puedo decir lo estupefacto que quedé cuando estaba al pie del Monte Longdon, esperando la orden de ataque, y alguien nos ordenó formar una fila a lo ancho. Pensé que algún huevón estaba drogado y que habían retrasado el reloj y que pronto nos harían vestir una chaqueta roja. Cuando escuché “calen bayonetas” ya estaba todo dicho. Supe que estábamos en un manicomio”
(op.cit), testimonia por su parte el británico Kevin Connery.
    “Me quedé parado tratando de mirar hacia abajo por la ladera oeste. Entonces escuché un clunck-clic, seguido de muchos clunck-clic. Conocía ese sonido. Era el de las bayonetas cuando se calaban. Me tembló todo el cuerpo. Corrí a las otras defensas a despertar a los hombres. Muchos estaban profundamente dormidos. “Arriba, arriba, vienen los ingleses”
, les decía”, puntualiza por su parte el entonces sargento Oscar Carrizo, quien se encontraba en la cima del citado monte.
   En rigor de verdad, la batalla comenzó cuando el cabo británico Milne pisó una mina antipersonal que le arrancó una pierna. La explosión de la misma, y el alarido posterior, pusieron de sobre aviso a unos sirvientes de ametralladoras Browning 12.7 que de inmediato hicieron fuego hacia abajo en la ladera oeste. Superado el pasmo inicial, los diablos rojos (apodo de los paracaidistas británicos a causa de sus boinas rojas), se lanzarían cresta arriba con la bayoneta en ristre. 


Sucursal del infierno

   
“A las 21:30 horas el teniente 1° Baldini, jefe de la 1° Sección, informa que el enemigo ha logrado alcanzar las proximidades de sus posiciones y se halla empeñado en combate a distancias cortas, aprestándose a ejecutar un contraataque sobre su flanco derecho. Inmediatamente se pierde comunicación con él. La 1° Sección, empeñada en combate cuerpo a cuerpo con el enemigo, debe ceder la cresta de la altura. Deja varios heridos y muertos en el sector, y ocasiona bajas al enemigo. El combate se hace en extremo difícil para los efectivos propios, dada la carencia de visores nocturnos para utilizarlos con las armas automáticas y portátiles. Esto dificulta la efectividad de los fuegos. No obstante el ímpetu del ataque enemigo, este parece haber sido bloqueado, pero la situación se mantiene aún incierta. La artillería propia bate intermitentemente la retaguardia enemiga, aunque no pueden evaluarse sus efectos. El teniente 1° Baldini, que multiplica sus esfuerzo alentando a sus hombres, decide desalojar a las fuerzas enemigas de la altura. Para llevar a cabo esta acción, reúne un pequeño grupo de soldados de su sección e infantes de marina, y con ello se lanza al ataque. Iniciada la lucha, el citado oficial se pone al frente de su fracción, seguido a corta distancia por el cabo primero Ríos. Ambos son abatidos por ráfagas de ametralladoras, lo que hace que el resto del personal se vea obligado a mantenerse a cubierto, respondiendo al fuego enemigo”. Este relato del Ejército argentino, carente de dramatismo, refleja parte de la enconada resistencia de los efectivos argentinos que iban siendo cercados por el movimiento triturador de los británicos. Si bien estos en dos oportunidades fueron obligados a recular, pudieron rehacer sus líneas y continuaron saturando las defensas argentinas hasta paulatinamente, no sin gran esfuerzo, hacerlas ceder palmo a palmo. “No sé cuánto tiempo permanecimos  allí” –relata Jorge Altieri en el libro mencionado- “Un minuto, una hora…..fue toda una vida. Se habían retirado, pero no sabíamos cuánto ni en qué dirección. En nuestras inmediaciones todo estaba tranquilo. Tal vez tuviéramos suerte. Tal vez sobreviviéramos. Lentamente nos arrastramos fuera y observamos lo que nos rodeaba. En el hoyo las cosas iban mal. Una masa de trazadoras sobrevolaba la zona. Escuchábamos gritos y las órdenes vociferadas de los ingleses que avanzaban. Los vi en una senda. Luego vi que explotaba una granada cerca de nuestras calibre 50, y los ingleses que tomaban la posición. Comenzaron a avanzar lentamente……”
   Cuando el combate decreció, algunos efectivos británicos mataron alevosamente a soldados argentinos que se habían rendido. Si bien algunos constituyeron hechos aislados, fruto de la psicosis producida por la adrenalina demasiado alta, fueron relatados profusamente por el aludido Bramley en su anterior libro Viaje al infierno en 1992. Este relato, que le valió al ex cabo paracaidista ser exonerado de la fuerza en la que revistaba, produjo honda conmoción tanto en Argentina como en Gran Bretaña. Pero ni el entonces ministro de Defensa argentino, Antonio Erman González, ni el jefe del Ejército Martín Balza elaboraron una investigación al respecto. Por eso, esos evidentes crímenes de guerra continúan gozando de impunidad.
   Hacia las 9:00, era más que evidente que los británicos ganarían la partida. Los argentinos supervivientes pugnaban por seguir combatiendo hasta agotar la munición, para luego replegarse hasta Monte Tumbledown, donde estaba afincado el Batallón de Infantería de Marina N°5, o si tenían suerte, hacia la relativa seguridad de Puerto Argentino. Así lo relata el aludido Gauto, quien en un instante de lucidez decidió que lo mejor era replegarse de esa locura: “No podía quedarme ahí. ¿Cómo iba a salir para reunirme con los demás?. De pronto aparecieron soldados ingleses justo frente a mí. Instintivamente, les disparé una ráfaga. Estaban a muy corta distancia de mí, a unos pocos metros. Dos de ellos cayeron derribados. Me pareció que a uno le había dado en el pecho, y al otro justo en el medio. Salí corriendo hasta la cumbre y luego en bajada hacia el valle.
    Lo había logrado. Comencé a dirigirme hacia Moody Brook. Ahora los proyectiles caían sobre Longdon. Escuchaba las explosiones allá arriba, a mis espaldas. Ahora había otros que sufrían allá arriba, en aquel terrible lugar donde yo también había sufrido”.

   Ahora, 23 años después de aquella noche horrenda, Longdon para algunos sólo es un nombre en un mapa. Pero para otros, sobre todo para los familiares y amigos de los muertos es una herida que no cierra, que no para de sangrar.

Fernando Paolella

 

 

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