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Acerca de los derechos del hombre

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Un poco de historia
Un poco de historia

Dos grandes fechas que rebasan la gloria de una sola nación para ser patrimonio de la humanidad toda, se han celebrado durante el mes de julio. Son ellas el 4 y el 14, aniversarios, respectivamente, de la declaración de la independencia de Estados Unidos y de la toma de la Bastilla, acto simbólico de la revolución francesas. 

 

Próximas en el calendario, lo están asimismo en la historia, pues así como la proclama de Filadelfia realiza en tierra americana aspiraciones que ya habían surgido en Inglaterra, el documento redactado por Jefferson tuvo ecos profundos en la sociedad de Francia de la segunda mitad del silgo XVIII. No buscaron los norteamericanos, como exclusivo fin de su cruzada, su separación de Inglaterra. No fue el suyo, como no lo fue en el nuevo mundo ninguno de los movimientos emancipadores, un caso de orgullo localista ni de explosión de un odio contra extraños.

Con su revolución, los norteamericanos querían desarrollar en su medio las mejores esencias inglesas, las que, creadas o apoyadas por los sectores británicos más progresistas, eran amortiguadas por la reacción en la misma Inglaterra y ahogadas totalmente en sus colonias.

Hacía más de un siglo que los colonos de la América del Norte gozaban de una libertad de comercio muy parecida a la independencia política, cuando el desconcimiento de los derechos económicos que había conquistado los colocó en guerra con la metrópoli. Causas económicas pusieron en movimiento a aquellos hombres, entre los cuales, sin embargo, no tardó en aparecer el espíritu trascendental de su gesta.

Ya lo había anunciado Adams que “el pueblo, en populacho como se le llama, tiene derechos anteriores a todo gobierno terrestre, derechos que las leyes humanas no pueden revocar ni restringir porque derivan del gran Legislador del universo. No son derechos otorgados por príncipes o parlamentos sino derechos primitivos, iguales a la prerrogativa real y contemporánea del gobierno, que son inherentes y esenciales al hombre, que tienen su base en la constitución del mundo intelectual, en la verdad, la justicia y la benevolencia”. ¿No están aquí presentes los derechos del hombre, que iban a señalar, a la revolución francesa, como un paso adelante en el camino de la historia?

La daclaración del 4 de julio de 1776 lo refirma sin lugar a dudas: “Tenemos por verdades evidentes –dice- que todos los hombres fueron creados iguales y que a nacer recibieron de su creador ciertos derechos inalienables que nadie puede arrebatarles, entre ellos el de vivir, ser libres y buscar la felicidad; que los gobiernos no han sido instituídos sino para garantir el ejercicio de estos derechos y que su poder sólo emana de la voluntad de los gobernados; que, desde el momento que un gobierno es destructivo del objeto para el cual fue establecido, es derecho del pueblo modificarlo o destituirlo y darse uno propio para labrarse su felicidad y establecer su seguridad”.

Palabras tan sencillas, pero de contenido tan hondo, refirmadas con la voluntad de millares de hombres que ofrecían su sangre para escribirlas con caracteres imborrables, dieron una extensión popular a las ideas, en muchos aspectos coincidentes, de los pensadores europeos que preparaban, en fatal colaboración con las evoluciones económicas, la lucha contra los obsolutismos del viejo mundo. Las llevó Lafayette a Francia y no las olvidaron los revolucionarios del 89. No fueron ahogadas por los diferentes e intensos clamores de una sucesión de crisis. No  desaparecieron bajo el fasto del imperio napoleónico. Vivas dentro de la misma Inglaterra, las oyeron en España los hombres que, como Manuel Belgrano, las incorporarían a su credo de libertadores.

Esas palabras, universales en el canto de La Marsellesa, no eran exclusivas de un solo grupo de individuos esclarecidos ni de una sola colectividad. Pertenecían a todos los pueblos, aunque algunos de éstos no alcanzaran a comprenderlas…

 

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