El periodismo no es considerado un género
literario propiamente dicho, pero debería serlo. De hecho, a veces lo es, por
aquello de que a falta de pan buenas son tortas; es decir, cuando un escritor se
convierte en periodista o cuando un periodista, por virtud de la inteligencia,
se convierte en escritor. En esta ocasión voy a referirme a dos intelectuales
cimeros; uno ecuatoriano, Eugenio de Santa Cruz y Espejo y el otro cubano, José
Martí. Siendo escritores o más bien polígrafos, ambos ejercieron el periodismo y
son pioneros en este campo, el uno en la Quito colonial del siglo XVIII y el
otro en esta Nueva York del siglo XIX.
Eugenio Espejo (1747-95), hijo de un indígena y de una
mulata, vivió en una sociedad obsesionada —ayer y hoy— por la pureza de sangre,
su humilde origen y su condición de mestizo lo condenaron desde el principio a
un trágico y prematuro final. Pese a (o por causa de) su erudición y destreza en
varios campos —medicina, leyes, filosofía, teología—, las autoridades españolas
nunca vieron con buenos ojos las actividades de aquel talentoso mestizo. A tal
punto que El nuevo Luciano —una colección de diálogos sobre diversos tópicos en
áreas tales como filosofía, historia, poesía, retórica y teología—, sólo logró
circular en forma de manuscrito.
A Espejo le corresponde el honor de haber fundado el primer
periódico de la Real Audiencia de Quito, Primicias de la cultura de
Quito, a lo que, y una vez más, el status quo respondió con suspicacia y
antipatía. La vida de Eugenio Espejo fue dedicada enteramente al estudio, la
investigación científica y a la difusión de ideas. Desafortunadamente, a
Espejo le tocó interpretar el papel de gigante en una era dominada por enanos.
Su inmensa superioridad, intelectual y moral, fue precisamente la causa de su
tragedia personal. Sus ideas políticas, impregnadas de Rousseau, Voltaire y el
enciclopedismo francés, lo impulsaron a publicar panfletos que las autoridades
consideraron demasiado altaneros; especialmente viniendo de un simple mestizo y
tercerón.
La posición crítica de Espejo le valió la cárcel, el
destierro y, a la postre, la muerte (en prisión, mientras esperaba ser juzgado).
En ensayos con inofensivos y profilácticos títulos tales como Reflexiones
acerca de las viruelas, Espejo expande sus conclusiones médicas en un franco
ataque contra la administración española. Ésta —ocupada en presidir y mantener
un sistema socioeconómico basado en la explotación de los indios, negros y
mestizos— era, según el docto galeno, la responsable directa del atraso de la
región. Por consiguiente, Espejo también condenaba a sus paisanos, los
habitantes de Quito, cuya pasividad y cobardía los había relegado a aceptar una
situación de “miseria y estupidez”.
Por otro lado, José Martí (1853-95), como figura política,
escritor y periodista, domina ampliamente el panorama de la segunda mitad del
siglo XIX. Pocas veces la historia ha producido un individuo tan completo y tan
bien dotado: poeta de primer orden, prosista segundo de ninguno, intelectual
comprometido, humanista y humanitario de magnitud universal, visionario lúcido,
profeta apasionado, y —sobre todo— maestro de una depurada y auténtica
hispanoamericanidad. Sus compatriotas, los cubanos, lo veneran como a su máximo
héroe nacional y padre de la patria. Martí ocupa el puesto más elevado en el
panteón latinoamericano, junto a los grandes poetas —como Pablo Neruda y César
Vallejo— y libertadores —como Simón Bolívar y Benito Juárez—, con quienes
comparte una fervorosa vocación panhispanoamericanista y una fe inquebrantable
en el destino del continente.
Martí vivió y ejerció el periodismo aquí en Nueva York por
alrededor de 15 años. Al mismo tiempo, pese a la intensidad de su vida
política, Martí se dio tiempo para escribir la poesía más fresca e innovadora de
su generación. Para él, la poesía era mucho más que un instrumento, era la suma
de todas las experiencias, expresadas con la mayor fidelidad posible a la
intensidad de la emoción, en un lenguaje vital, vibrante y al mismo tiempo
sencillo. Hacer poesía era vibrar por —y hacer vibrar a— los demás; era
compartir la autoría del poema con las multitudes, especialmente con aquéllos
que sufren. La práctica del arte es un ejercicio más que de hedonistas, de
creadores estoicos. Para Martí no era suficiente el afán de placeres y bienestar
físico que dominaba a los estetas y diletantes de su época. El arte, como la
vida misma, debía entregarse en una ofrenda de humanismo y altruismo sin
condiciones ni fronteras, en un sacrificio que no busca más recompensa que el
consuelo y el mejoramiento de los congéneres; especialmente de aquéllos que más
lo necesitan.
En efecto, Martí escribía como desde un púlpito o como desde
una plataforma; quería ser oído por la mayoría. La prosa de Martí fue una
extensión de su vida y arde como antorcha inextinguible, alimentándose de sí
misma. Y hoy, al acercársele, el fuego sigue tan impetuoso como cuando empezó a
arder. Asimismo, Martí el patriota confiesa sus preocupaciones por el futuro de
la Patria Grande: ¿Habrá quién la defienda?; o una más cruel pero no
menos real disyuntiva —como el caso de los mismos cubanos en el exilio y el de
millones de desterrados políticos, económicos y culturales que buscan amparo
en los Estados Unidos y Europa—, ¿habrá aún patria que defender? Los bien
fundados temores de Martí se resuelven en la noción de que el pasado no ha
muerto. La historia vive mientras viva quien la recuerde. “Dos patrias tengo yo/
Cuba y la noche”, escribió el apóstol. El patriotismo puede revivir, si es que
aún queda algún vestigio de dignidad. El amor a la patria —sea ésta Cuba,
Ecuador o la noche— no es más que la generosa extensión del amor propio.
En suma, de estas dos figuras luminosas del panteón
latinoamericano aprendemos que ejercer el periodismo es estar comprometido
con el arduo pero indispensable ejercicio de la inteligencia crítica. El fin
del quehacer periodístico es informar, orientar, educar y —por qué no— inspirar
a nuestro pueblo. Esta tarea se asemeja a la función de un farol solitario que
da luz a los rincones más abandonados y oscuros, los callejones tristes y
vacíos, las esquinas olvidadas, los parques desolados, los arrabales lúgubres y
dormidos. Mientras más densas sean las sombras, más necesaria es la labor del
periodista comprometido. A él le toca fungir como un farol —a veces solitario,
pero solidario siempre— dando de sí hasta más allá de sus fuerzas, alumbrando y,
por unos gloriosos instantes, venciendo la eternidad de —nuestra patria
definitiva— la noche invencible.
Petronio Rafael Cevallos
© Copyright 2008
Palabras pronunciadas en el Consulado General del Ecuador de Nueva York en la sesión solemne por el Día del Periodista Ecuatoriano, noche del sábado 5 de enero del 2008.