“La vida y la conservación del pueblo argentino depende de
que su Constitución sea fija, que no ceda al empuje de los hombres; que sea un
ancla pesadísima a que esté asida esta nave, que ha tropezado en todos los
escollos, que se ha estrellado en todas las costas, y que los vientos y todas
las tempestades la han lanzado”
Fray Mamerto Esquiú, el Orador de la Constitución de Mayo, al ser jurada ésta en
1853.
Cuando Justo José de Urquiza venció en Caseros muchos creían, con
fundadas razones, que un nuevo caudillo venía a remplazar al gobernador
depuesto. Sin embargo, en contra de lo que la lógica de la historia del país
indicaba, ello no sucedió. Con la suma del poder arrancado a su antecesor y en
un país en el que imperaba la ley del caudillo más fuerte Urquiza no dudó en
convocar a un Congreso General Constituyente para que dictara la Ley Fundamental
que nos debía regir. Inmediatamente y venciendo mil dificultades supervisó y
garantizó el funcionamiento del Congreso dando incontables muestras de
sometimiento a sus decisiones. Más tarde pagaría con su vida el haber sido él
quién rindiera a los caudillos provinciales a la ley.
Durante el período 1853/1930, denominado por
Tulio Halperín Donghi como el de la república “posible”, el país se puso a la
vanguardia del mundo. Pero para llegar a lo que el autor citado denomina la
república “verdadera”, faltaba todavía un importante desarrollo en términos
políticos. El amplio consenso que existió en la elite gobernante respecto de las
políticas económicas del país hizo más fácil el traspaso del poder entre las
distintas administraciones. Además, esos dirigentes, habían tomado conciencia de
que las guerras civiles que habían asolado y empobrecido al país habían sido
producto de las ambiciones desmedidas de los caudillos que con cualquier
pretexto se situaban por encima de la ley. A partir de esa experiencia
traumática que había regado de sangre a la incipiente nación comprendieron la
necesidad de limitar el mandato de los gobernantes y restringir su poder por
medio de los distintos mecanismos que se establecieron en la Constitución. No
obstante todo ello, las tradiciones y la cultura caudillista seguía fuertemente
arraigada en la política local y nacional. Incluso en ese sistema constitucional
tan bien diseñado Roca había logrado desde el PAN, por medio de “acuerdos” y
fraudes electorales, ejercer un férreo control de la política nacional durante
más de 20 años. En ese período se hizo muy difícil promover candidaturas por
fuera del “unicato” roquista, o del “régimen”, como entonces se lo llamaba. Fue
a partir de allí que muchos líderes de esa elite cayeron en la cuenta de la
necesidad de realizar una importante reforma política que diera más garantías a
la oposición de manera tal de impedir que una fuerza dominante y hegemónica
destruyera a la república exitosa que con tanto esfuerzo se había logrado
construir.
No sólo opositores al PAN como Bernardo de
Irigoyen, Indalecio Gomez, Figueroa Alcorta y Roque Saenz Peña se habían dado
cuenta de esa necesidad sino que incluso el mismo Pellegrini, aún antes de
distanciarse de Roca, en la Convención del PAN celebrada el 10 de julio de 1897,
manifestaba su enorme preocupación por los peligros que acarreaba su hegemonía.
Aunque larga, vale la pena la cita: “Un partido ocupando sólo casi toda la
escena política es, lo reconozco, un hecho anormal. ... la coexistencia de dos
grandes partidos es indispensable al juego regular de un organismo republicano
y
la existencia de un gran partido antagónico se ha de producir porque es
necesaria. Cuándo y cómo se formará no lo sé, pero debemos allanarle el camino y
cuando aparezca será por nosotros bienvenido porque será una garantía para la
democracia... Nuestra supremacía indisputada encierra para nosotros mismos un
gran peligro ... ”. Esa reforma se hacía tanto más impostergable por la
arrolladora ola democratizadora de aquellos tiempos, en los que era necesario
además incluir en el nuevo orden a los millones de inmigrantes llegados como
consecuencia del descomunal éxito del proyecto desarrollado al amparo de una
clara política liberal. Luego de casi dos décadas de profundos debates,
finalmente, en el año 1912 se sancionó la llamada Ley Saenz Peña que instaló el
voto obligatorio y secreto y el sistema de lista incompleta. Por medio de esta
reforma se pretendió hacer frente a aquél nuevo desafío. Se creyó que, de esa
manera, se lograría abrir el camino hacia la república verdadera y, al mismo
tiempo, y en especial con el sistema de lista incompleta, se esperaba vencer la
amenaza de un nuevo proyecto político contrario al ideario republicano y
liberal, pues se confiaba en que el nuevo sistema obligaría a que las divididas
y fraccionadas fuerzas conservadoras se unieran formando un gran partido de
ideas que estuviese por encima de los proyectos políticos personales de sus
líderes quienes no habían abandonado aún las prácticas caudillistas.
Lamentablemente eso no ocurrió. La muerte
prematura de Pellegrini, quién ya se había separado del PAN e intentaba abrir un
espacio opositor, unido ello a las enormes dificultades que encontró Lisandro de
la Torre para transformar en un gran partido nacional de ideas a su nueva
agrupación política —el Partido Demócrata Progresista— (gran parte de su fracaso se debió a las resistencias de los caudillos
conservadores muchos de los cuales se unieron a la maquinaria política de
Marcelino Ugarte), derivaron en el triunfo de Hipólito Yrigoyen. Luego del
triunfo radical, el Presidente Sáenz Peña, respondiendo a las críticas de los
conservadores decía: “Desde antes de ocupar la Presidencia yo vengo
recomendando la formación de partidos orgánicos e impersonales; han triunfado
los primeros que acertaron en la disciplina partidaria ... si las fuerzas
conservadoras del país no aciertan a constituirse con vigores que les den la
mayoría, será porque no deben prevalecer”. Pero ya antes del triunfo radical
los demócratas progresistas, premonitoriamente, justificaban su temor ante sus
consecuencias en que ese partido no había declarado programa alguno y en que
tenía una disciplina militar, personal, bajo la dirección de un jefe o caudillo,
es decir, criterios organizativos que darían lugar a un régimen despótico reñido
con el espíritu republicano.
Finalmente el Partido Radical terminó
sucumbiendo a la impronta dada por aquél líder carismático que no dudaba en
presentarse como la quintaesencia de la ética y la moral pública. Se consideraba
a sí mismo no sólo como un líder político sino también espiritual, y creía
incluso, encarnar a la patria misma. Así se decía de él en la sesión de la
Cámara de Diputados del 24 de septiembre de 1917 que: “El presidente actual
es todo, somos todos, sin exclusiones y sin rivalidades; tengo la firme
convicción de que en su mente serena y en la tranquilidad olímpica y augusta de
sus raciocinios, de sus ideas y de sus sentimientos, está interpretada la
nacionalidad como nunca lo ha estado más alto”. De esa manera retrocedíamos
más de 60 años y la Constitución, forjada por Urquiza y toda una generación de
líderes que habían comprendido la necesidad de someterse ellos mismos a una ley
que estuviese por encima de sus voluntades, era reemplazada así por la voluntad
del caudillo radical, interprete último de la nacionalidad argentina, ante quién
sus nuevos partidarios ahora se rendían. El Partido Radical se forjó rindiendo
pleitesía a aquél caudillo y así, con un espíritu contrario a la Constitución
liberal de 1853/60, en lugar de ser un engranaje más del sistema Republicano
consagrado en ella quiso reemplazar a esta última. El “Manifiesto de la Unión
Cívica Radical al pueblo de la República” decía (30-3-1916): “La Unión
Cívica Radical es la Nación misma ... Es la Nación misma y por serlo, caben
dentro de ella todos los que luchan por los elevados ideales que animan sus
propósitos y consagran sus triunfos definitivos... No es, por consiguiente, un
partido político ..; es el sentimiento argentino ...”. Vemos así desplegarse
un ideario intolerante, de pensamiento único, según el cual, lo distinto, es
contrario a la Nación.
El otro gran movimiento político es el que nos
viene gobernando, estando ellos a veces en el poder, desde 1945. No puede caber
duda que la agrupación forjada alrededor de la figura de Juan Domingo Perón
nunca fue un partido político que sirviera como engranaje de la República. Perón
no solo menospreció las estructuras partidarias transformándolas en un apéndice
de su voluntad sino que además se puso por encima de la Constitución. Vale la
pena citarlo: “Yo, entre la Corte Suprema y la justicia, me quedo con la
justicia”. Fue así que de un plumazo destituyó a los miembros de la Corte
reemplazándolos por sus adláteres, quedando así él mismo como último interprete
de la ley. Como es bien sabido, y era de esperarse, el llamado “justicialismo”
terminó convirtiéndose en una fuerza política autoritaria y hegemónica sin más
ideología que la acumulación de poder.
En síntesis, los dos “partidos” que han dominado
la arena política en el último siglo son antisistema, antirrepublicanos y es
contrario a la lógica y al sentido común más elemental pretender que nuestro
sistema político republicano liberal cabalgue exitosamente encaramado en dos
fuerzas políticas que son su negación misma. Ambos movimientos pretenden
representar “lo nacional y popular”, buscan una identificación con el “ser
nacional” y en ellos prevalece el líder que logra convencer que es la
encarnación misma de aquellos “valores”. “Valores”, claro está, que nadie sabe
definir y, por eso mismo, se adaptan a las necesidades electorales del momento
sirviendo únicamente como instrumento demagogo de proyectos políticos
personales. Y debido a esa misma ideología de pensamiento único que subyace en
ambos, carecen de mecanismos eficientes para el recambio de sus dirigentes. Esa
carencia, unida a la pretensión de iluminación del caudillo que lleva
inexorablemente a su deslucimiento y ocaso cuando no logra dar solución a la
compleja realidad nacional, ha derivado en otras épocas en crisis terminales que
culminaran en la “salida militar” buscada por los mismos que habían ayudado a
construir esa falsa imagen mesiánica. Durante esos negros períodos en que el
sistema colapsa se vuelve a buscar otra figura salvadora, y así, se inicia un
nuevo ciclo en nuestra trágica, repetida y declinante historia de los últimos 90
años. En épocas más recientes también hemos visto cómo sus líderes han
pretendido perpetuarse en la presidencia. Alfonsín con su tercer movimiento
histórico y Menem con su re-re. Por su parte Duhalde que aspiraba a suceder a
Menem tuvo que impedirle la última reelección y como revancha este último
boicoteó la campaña presidencial del primero que culminara con el triunfo del
Dr. De la Rúa. A su vez la intolerancia radical puede verse en el silencio
cómplice del ala “progresista” del partido liderado por Alfonsín cuando la
asonada que armaran las huestes duhaldistas al gobierno del Dr. De la Rúa y que
finalizara con un golpe civil a las instituciones interrumpiendo
precipitadamente el mandato de este último. Por su lado, los gobernadores, de
uno y otro bando, tienen por costumbre modificar las constituciones locales para
ser reelectos en forma indefinida. Y lo hacen con el apoyo explícito de sus
partidarios, el silencio cómplice de muchos “opositores” y la mirada impávida de
la ciudadanía.
Todo lo dicho explica el motivo por el que
radicales y peronistas demonizan el pensamiento liberal consagrado en la
Constitución. Es que, en el fondo, y más allá de la dialéctica que utilizan,
ambos son movimientos organizados en torno a la figura del caudillo de turno
que, en lo interno, se pone por encima de la estructura que lo sostiene y, en lo
externo, busca la hegemonía y el poder absoluto, es decir, tienen como fin
último, todo lo que para los constituyentes de 1853 fue prioritario desalentar y
combatir luego de que el país sufriera la dictadura rosista. Dado que el respeto
de la Constitución importaría su desaparición de la escena política no es
razonable esperar que ellos modifiquen el sistema imperante que les permite
permanecer en el poder. Decía Alberdi: “¿Hay en este mundo gobierno chico o
grande que se abdique a sí mismo hasta desaparecer enteramente? Esperar eso es
desconocer la naturaleza del hombre.” Ya nos los dijo Borges hace tiempo:
“Los peronistas no son ni buenos ni malos, son incorregibles”. Es que desde
que el mundo es mundo, antes, ahora y en cualquier lugar, el poder político
avanza hasta acapararlo todo y ahogar las libertades y derechos individuales.
Solo se detiene frente a un contra-poder: algo o alguien que lo enfrente. De
poco vale entonces que nos sorprendamos o nos indignemos frente a los atropellos
cotidianos que hoy más que nunca padecemos. Tampoco sirve demasiado que gastemos
tinta o palabras invocando la constitución y despotricando contra su
avasallamiento. Eso no lo detendrá, a lo sumo lo demorará. Ausente la república,
la única solución posible reside en que hombres de carne y hueso, organizados en
partidos orgánicos, lo enfrenten.
Lamentablemente la oposición en el país no
existe. Los pocos que intentan combatir la hegemonía de las fuerzas
personalistas que hace casi un siglo nos gobiernan caen en el mismo vicio que
aquellas tuvieron en su origen: fundarse, desarrollarse y crecer en torno a una
figura política. Si se echa una somera mirada sobre lo que se denomina la
oposición, tanto histórica como presente, podrá observarse que esas fuerzas en
su mayoría dependieron y dependen exclusivamente de un líder que, junto con una
camarilla obsecuente, arrastra y decide con independencia y muchas veces en
contrario de lo que piensan los decorativos órganos de sus frágiles estructuras.
Llama la atención que la oposición no aprenda las lecciones de la historia
política de los últimos cincuenta años que nos muestra cómo aquellos movimientos
creados en torno a las figuras de Yrigoyen y Perón se han fagocitado y/o vencido
a la mayoría de los líderes opositores del pasado. Preocupa que no tomen
conciencia de la necesidad de emprender el dificultoso y largo camino abandonado
hace casi un siglo: crear partidos políticos de ideas, con sólidos organismos
internos que estén por encima de sus líderes y los sobrevivan. En definitiva, la
oposición no existe porque tampoco sabe ser republicana. No respeta las reglas,
no respeta los derechos de sus afiliados y no respeta a las minorías internas.
Por eso es efímera. Esa oposición, al igual que el país, necesita de
constituciones fijas que no cedan al empuje de los hombres y que estén por
encima de la voluntad omnímoda del líder fundador y su camarilla. Para
comprender esto basta con que observemos cómo funcionan detrás de la cordillera
y del otro lado del Río de la Plata los partidos políticos de las hermanas
repúblicas vecinas.
Las dificultades para enfrentar esa crisis de
identidad y de organización de los partidos políticos que se hizo manifiesta a
principios del siglo veinte, que encontraban su síntesis en lo que se
consideraba el mal de la época, el personalismo, y que al no haber podido ser
superadas derivaron tantas veces en el colapso del sistema, se ven tanto más
agravadas pues se ha dejado pasar casi un siglo sin que la clase dirigente se
haya ocupado del problema. Se dejó de lado y en el ínterin las prácticas
políticas se desarrollaron y aún se desarrollan con procedimientos que son
funcionales a estructuras personalistas que son justamente el mal que hay que
combatir. No sólo la práctica sino también la legislación, la costumbre y la
doctrina legal y jurisprudencial se encuentra atrasada casi un siglo y por lo
tanto cerrar esa brecha demandará un esfuerzo ciclópeo a aquellos que tengan la
valentía de emprender semejante empresa. Pero para que la oposición se
transforme en algo más que una hoja en la tormenta y deje de ser solo efímeras
agrupaciones políticas tan fugaces como la vida útil de sus líderes, tendrá que
decidirse de una buena vez a enfrentar ese desafío. Será la única manera de
transformar, si factible todavía, a aquella “República posible” en la ansiada
“República verdadera” que tantas generaciones de argentinos no han podido ver.
Armando J. Ribas (h)