Finalmente el presidente firmó el decreto para que Ariel Lijo y Manuel García Mansilla sean designados jueces de la Corte como mínimo hasta el 1 de diciembre de este año en que termina el año de las sesiones ordinarias del Congreso si el Senado no endosa sus designaciones antes.
Que no es la primera vez que esto ocurre es verdad. Que el presidente está respaldado por la Constitución para hacer lo que hizo, también. Pero las circunstancias sí son diferentes.
Si bien es cierto que el presidente envío los pliegos de sus elegidos al Senado hace mucho tiempo, también lo es que este es el momento de más “ruido” alrededor del presidente desde que asumió.
Ni siquiera son tiempos en donde las mediciones de su consideración sean más bajas o donde se haya registrado una caída pronunciada de su apoyo. Pero aunque esos valores sigan siendo muy aceptables para alguien que encara una reforma de las dimensiones que él encara, desde que ocurrió el episodio de la cripto moneda hay en el ambiente una especie de tufillo quizás no medible por las encuestas pero que existe.
Es cierto que qué hacer frente a un “tufillo” puede ser un señal para clasificar a los presidentes, y que un jefe de Estado que no se deje amilanar por un determinado ambiente y siga haciendo lo que cree puede ser una pauta de firmeza.
Pero también, a veces, no tener ese tacto imperceptible para medir cuándo algo pasa los límites de lo aconsejable es una forma de desentrañar la personalidad del que manda.
¿Estamos frente a un convencido que, no importa los vientos que soplen, él seguirá adelante con su misión o estamos frente a un osado que no mide las consecuencias de sus decisiones?
La Argentina ha tenido personajes que encuadran en cualquiera de las dos opciones. Presidentes más pusilánimes que en su afán de medir hasta el último detalle las eventuales consecuencias de lo que fueran a decidir terminaban no decidiendo nada y directamente irresponsables que a pesar de todas las señales de alerta siguieron igual con empecinada terquedad su camino.
A esta descripción genérica se suma, en el caso puntual de Ariel Lijo, una figura altamente controvertida incluso para muchos fervientes seguidores (y hasta consejeros) del presidente. El juez federal ha reunido -como ningún otro en la historia desde que se conoció su nombre como el elegido por Milei- una innumerable cantidad de impugnaciones y fundadas opiniones que desaconsejaban su nombramiento.
Desde agrupaciones de profesionales, abogados colegas de él, fuerzas vivas de la sociedad e incluso ciudadanos privados, fueron muchos los que han aconsejado enfáticamente retirar su nominación. Muchos incluso ven detrás de su figura un acuerdo con las fuerzas que millones de ciudadanos tuvieron en mente para darle su voto a Milei, para que, justamente, los representantes de esa corriente no solo no volvieran nunca más al poder sino para que recibieran los debidos castigos en la Justicia. Esa gente cree que Lijo en la Corte es una especie de garantía para evitar esas merecidas sanciones.
Resta saber que harán los propios designados. Lijo es actualmente Juez Federal y no podría acceder a su asiento en la Corte (aunque este sea en calidad de comisión) manteniendo su otro cargo. La Cámara Federal deberá resolver eso. A su vez, el propio juez en su momento había dicho que él solo aceptaría acceder a la Corte si su nombramiento era el resultado del cumplimiento formal de su conformidad en el Senado, como dando a entender que rechazaría un nombramiento por decreto. Veremos que queda de esos zarpazos de orgullo.
García Mansilla, que tiene una vida académica intachable que le da respaldo a su carrera, solo agregaría un mojón oscuro a su curriculum si su llegada al más alto tribunal fuera a través de un decreto que, incluso, quizás, podría desvanecerse dentro de 9 meses: un parto para nada.
Quizás el presidente, que obviamente respecto de este tema ya ha dado más de una señal de firmeza pese a todos los elementos que le acercaron para que cambiara de decisión, deba observar con detenimiento otro hecho que sucedió anoche casi sobre el final del día.
El equipo de sus amores, presidido por un personaje que él mismo ha denostado con frecuencia -Román Riquelme- dio ayer una muestra final de una descomposición a la que llegó por la vía de la soberbia, la arrogancia y el ensimismamiento en posturas que su máximo ídolo siempre se negó a revisar.
Javier Milei, desafiando barras bravas e incluso posibles eventos peligrosos, fue a votar a las elecciones de Boca poco después de ser él mismo electo presidente de la república. Fue a votar contra eso: contra una manera de conducción que Riquelme había demostrado con claridad en su periodo previo como vicepresidente de Ameal pero como presidente de hecho.
Milei perdió esa elección porque Riquelme fue elegido por una abrumadora mayoría. Envalentonado por ese apoyo, el ex “10” profundizó su aislamiento y elevó su soberbia a la estratósfera, no escuchando a nadie o escuchando solo al coro de payasos que lo rodea, quienes jamás lo contradicen.
El resultado, un año después, es que la Bombonera terminó gritando “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. No hay razones para pensar (y menos escuchando las opiniones de los hinchas a la salida del estadio) que en ese “todos” no estuviera incluido el mismísimo Riquelme.
La firmeza y la terquedad están separadas por una tela sutil y muy fina que de un lado pone los aciertos y del otro los errores.
A veces la sutileza de esa diferencia puede ser aclarada con el ejercicio del tacto y con atender a las banderas rojas de alarma que levanta la gente de bien y que, incluso, te quiere.