La viuda de un dictador africano quería que yo fuera millonario, si le ayudaba a salvar su herencia. Y acepté.
La oferta me la hizo mediante un correo electrónico hace algo más de un mes. No porque me conociera, compartiéramos el origen de habitantes del Tercer Mundo, o por simple capricho, sino por unas referencias que me aseguró le dieron en la embajada de su país en Londres, y que la persuadieron de que yo podría hacer la operación de rescate de su pequeña fortuna, guardada en una oscura compañía de valores neoyorkina, ya que ella se encontraba desde hacía dos años bajo arresto domiciliario en Lagos.
Según la viuda, su marido, el dictador Sani Abacha, había otorgado en concesión a empresas rusas la explotación de una gran acería nigeriana, negocio del cual había obtenido una comisión de 25 millones de dólares en efectivo.
Cuando el dictador murió en su ya precario trono el 28 de junio de 1998, todos sus bienes, empresas y cuentas bancarias, nacionales y extranjeras, fueron intervenidos y congelados y su familia sometida a severa investigación. El hijo mayor fue detenido, y más tarde lo fue la viuda. El hostigamiento del nuevo régimen a que fue sometida la familia del dictador hizo que el depósito en Nueva York fuera la única fortuna a salvo. De ahí la necesidad de rescatar ese dinero. Yo era vital.
Antes de que la persecución se iniciara, lo único que se logró salvar de ese naufragio económico fueron los 25 millones de dólares, que la viuda sacó subrepticiamente de Nigeria, y que depositó en dos cajillas de seguridad, en una compañía de valores de Nueva York, donde están a la espera de que alguien se presente con la combinación secreta de ocho números, para entregarlos sin más requisito. Esa fue su descripción.
Yo tenía que rescatar las bolsas, pagar mi viaje a Nueva York, y recibiría en ese preciso instante el 20 por ciento de ese dinero, cinco millones de dólares, equivalentes a $11.500 millones, mi salario de 230 años ininterrumpidos de trabajo.
El dinero que los rusos pagaron a Abacha hace cinco años, se repartiría entonces así: 50 por ciento para la viuda, 5 por ciento para financiar los gastos de toda la operación de rescate, 20 por ciento para quien recogiera el dinero, o sea yo, y el 25 por ciento restante iba a servir para constituir un fondo de inversión en Colombia, que yo gerenciaría, y cuyas utilidades se repartirían por mitad con la familia Abacha.
Era la oportunidad de mi vida para ser millonario sin trabajar. Acepté las reglas del juego. Algo tienen en común un dictador nigeriano, su viuda encarcelada en Lagos, su abogado, y un periodista colombiano: el deseo de hacer un negocio millonario.
El dictador y su viuda
La oferta llegó por la Internet: si recogía dos bolsas con US$25 millones en Nueva York, recibiría $11.500 millones como honorarios. Una suma igual iría a un encargo fiduciario en Colombia para compartir sus rendimientos por mitad con la viuda de un dictador nigeriano. Un reportero de El Espectador aceptó el reto.
El general Sani Abacha nació el 20 de septiembre de 1943 en la provincia nigeriana de Kano. Luego de una intensa pero discreta carrera militar llegó a las escuelas de entrenamiento más conocidas de Inglaterra y EU. Su país había ganado la independencia del Reino Unido en 1960, y desde entonces ha pasado 28 de sus 42 años republicanos bajo el imperio de los golpes de Estado.
A raíz de las presiones de la mancomunidad británica, Nigeria buscó un espacio democrático para ingresar en la lista de países de gobierno elegido popularmente. Los militares, incluido Abacha, asintieron al recreo democrático, pero cuando resultaba obvio que podría ser elegido un líder de la oposición, Abacha, entonces ministro de Defensa del gobierno de Babanguida, se interpuso en las elecciones y clausuró el proceso en medio de revueltas populares que provocaron más de 200 muertos.
Ernst Shonekan, un civil, tomó el control del gobierno, pero a los militares, y en especial a Abacha, no les complacía su forma de manejar los crecientes conflictos. Así, el 17 de noviembre de 1993, Abacha dio golpe de Estado y tomó las riendas del poder en Nigeria durante los cinco años siguientes, luego de cerrar todos los medios de comunicación, encarcelar a sus adversarios –categoría que incluía a todo ciudadano crítico de su dictadura– y ejecutar a los siete líderes de la oposición.
En 1994, el jefe Masood Abiola se proclamó presidente de un gobierno de unidad nacional, pero Abacha lo declaró traidor, lo encarceló y, para calmar las protestas internacionales, creó su propia versión de democracia. Autorizó la creación de cinco partidos políticos, pero debían tener un denominador común: hacer campaña política para promover la confirmación de Abacha en la jefatura del gobierno.
El 8 de junio de 1998, Abacha murió en la provincia de Kano, según versiones oficiales, como producto de un ataque al corazón. Mientras en Lagos el pueblo se lanzaba a las calles a festejar el fin que hubieran deseado para sí muchos de los opositores de Abacha, morir tranquilamente en su cama, en Kano el pueblo lloraba la muerte de su líder que los había llenado de prosperidad.
Al mismo tiempo se iniciaba, en el seno del gobierno, una de las investigaciones más profundas sobre el manejo de los dineros estatales de Nigeria durante la dictadura. Según se rumoraba, el dictador había sacado del país más de 1.800 millones de dólares, producto de sobornos y defraudaciones al fisco. Las versiones, que luego serían confirmadas casi al calco, hablaban de cuentas en Jersey, Liechtenstein y Zurich, a nombre de la familia Abacha, en especial la mujer del dictador, Marian Sani Abacha, mi futura socia, y su hijo Alahi Mohamed.
En 1999, un comunicado de las autoridades financieras suizas confirmó que se habían encontrado ocho cuentas corrientes cuyos titulares podían ser identificados como miembros de la familia Abacha, y que contenían fondos por unos US$850 millones, que fueron congelados.
Un año más tarde, Mohamed sería procesado por lavado de dinero en Suiza, y se encontrarían cuatro nuevas cuentas, con saldos cercanos a los US$530 millones. Según la viuda, los 25 millones de dólares que me pedía rescatar eran apenas los centavos que les habían quedado luego de semejante horda financiera contra su familia.
Nigeria, con 127 millones de habitantes en 924.000 kilómetros² –casi la mitad de la población total de África Occidental–, es uno de los principales productores de petróleo del mundo. De ahí proviene el 85% de sus ingresos por exportaciones. Sin embargo, el 66% de sus habitantes están por debajo de la línea de pobreza. A ellos no llega un centavo de los US$42.000 millones del Producto Interno Bruto del país. Apenas para recordar los excesos a que puede conducir el hambre, como dijera Orwell: cuando se tiene hambre no se es más un hombre, si acaso, un estómago conectado a un cerebro.
El abogado y el hijo
La primera carta por correo electrónico llegó a mi casillero el 30 de abril pasado, y aparecía enviado a las 5 y 52 a.m. Venía con la indicación de un encargo financiero urgente, “listo para usted”, y lo suscribía “Dr. Ms Abacha”, suplicándome una respuesta inmediata, si me interesaba la propuesta, que no veía por qué razón podía rechazar.
Respondí el e-mail de inmediato, manifestando mi interés, siempre y cuando habláramos de un porcentaje superior al 20 propuesto, pues no podía desconocer los riesgos que enfrentaría. La señora Abacha me respondió el 1° de mayo, a las 7 a.m., y primero me dio excusas por no haber atendido antes mi respuesta, demora que justificaba en el hecho de que los militares que custodian su casa en Lagos no le permitían acercarse al computador, cosa que sólo podía hacer en las primeras horas de la mañana.
Manifestaba su complacencia por mi franca disposición a colaborarle en el proceso de rescatar su pequeña fortuna, me exigía un compromiso de absoluta confidencialidad, lo que para un periodista no es nunca una promesa difícil de cumplir, como se ve, y –para ultimar los detalles, tanto del porcentaje, como de la misma operación del dinero– me anunciaba que en las horas siguientes se pondría en contacto conmigo su abogado, Rimi Abubakar, un viejo amigo de la familia que la defendía a ella en los procesos en curso, al igual que en la “persecución despiadada” de que era objeto su hijo.
Acudí a la biblioteca más útil, The Journalist Toolbox, la caja de herramientas del periodista, un sitio de internet creado por el colega Mike Reilley para despejar dudas en cualquier trabajo, y allí apareció mencionado Abubakar, un ex gobernador de la provincia de Kano, lugar de nacimiento y muerte del dictador nigeriano, y un par de referencias menores a su actividad política.
No acababa de seguir el rastro a mi futuro interlocutor, cuando la campana del computador anunció la llegada de un correo. Era del abogado Rimi, quien manifestaba su complacencia por mi disposición a colaborarle a una viuda en desesperada situación, y me pedía un teléfono con urgencia para iniciar el contacto directo.
Le envié el número de mi celular, “el único teléfono que no se puede interceptar en Colombia”, y media hora más tarde me entró una llamada. El identificador de llamadas me lanzó el número 19070071. Era, me dijo en un inglés cascabeleante, una comunicación hecha por un puente con otro país, por motivos de confidencialidad de la conversación, a fin de no ser rastreado.
El trato lo ratificó en su totalidad, y exigió mi compromiso de confidencialidad para darme las claves de la operación de rescate del dinero. “Dios lo bendiga a usted y a toda su familia, por ayudar a una viuda en problemas, y a su hijo encarcelado”, dijo.
Me comprometí, en espanglish, a no contarle a nadie distinto a los lectores del periódico sobre nuestra transacción. Guardó un silencio mientras intentaba comprender mis palabras. Finalmente asintió con un Good lord, God bless ya, y me anunció que debía prepararme a viajar a Nueva York, donde la compañía First Security Financial Services mantenía dos bolsas en una cajilla de seguridad, y que sin su conocimiento cada una contenía US$12,5 millones en efectivo.
Los gastos me los debía procurar yo mientras recibía las bolsas, cosa segura, si entraba en contacto con el gerente de la First Security, Mac-Anthony Goodman, el hombre que estaba instruido para entregar las bolsas a la persona que le recitara la cifra clave: ocho números antecedidos de tres letras.
La combinación la tendría tan pronto yo diera muestras efectivas de querer participar en la operación, y esa prueba era hacer una llamada a Mr Goodman al teléfono, en EU, (713) 213-0730. A mi costa, claro, no aceptaría llamadas de cobro revertido.
A él, Rimi, el abogado de la familia, lo podía llamar a cualquier hora, pues era su deber estar disponible para esta operación las 24 horas de los siete días de la semana, hasta cuando el dinero estuviera en mi poder. Su teléfono: (234) 80-33074356, pero sólo debía llamarlo luego de hablar con el agente financiero en Nueva York.
Pensaba tomarme un par de días antes de hacer la llamada, pero Mr Goodman me sorprendió al día siguiente en el celular. La afinidad de tono de voz con el abogado Rimi me llamó la atención, al igual que la similitud en los indicativos que aparecieron en el identificador. Ambos puntos se los resalté a Goodman, quien lo explicó como una mera coincidencia, porque la suya era una llamada desde Nueva York, con un puente en Houston, por motivos de seguridad.
Fue cortante. Sólo quería ponerse una cita telefónica, aprovechando la seguridad del celular en Colombia, para darme el número de seguridad y las letras clave. ¿El sábado 8 de junio estaría bien? Sí, dijo, sábado, dos de la tarde, hora de Nueva York (una hora menos en Bogotá). Aceptado. Colgó.
Puntual entró la llamada del sábado. Casi sin saludar, me pidió que escribiera. Primero la clave secreta, las letras ZZN, esa sería una especie de confirmación de identidad cuando nos viéramos frente a frente en su oficina de Nueva York. La empresa se llama First Security Financial Services. Me obligó a deletrear cada una de las indicaciones que me había dado hasta ese momento.
Mientras se desarrollaba la escena, a caballo, entre un chiste de Woody Allen y un complot de Groucho Marx, Mr Goodman empezó a dictar los ocho números, el candado que me daría la fortuna: 19731936.
Eso sería todo, dijo. A partir de ese momento, sólo quedaba faltando un paso, me instruyó. Rimi Abubakar, el abogado de la familia Abacha, me enviaría un correo electrónico con los números, pero sin las letras de la clave secreta. Esa sería la última parte de la operación.
Tan pronto tuviera esa nota en mi poder, debería empezar a organizar mi viaje a Nueva York para recibir el encargo, cuyo contenido él insistía en desconocer.
El martes tenía el correo del abogado con siete de los ocho números en el orden correcto. Recibí luego una llamada telefónica suya donde me pidió simplemente que le dijera el número que faltaba en su nota, y cuando lo hice me pidió que le dijera cuántas letras contenía el código secreto. Tres, le dije. Se le escuchó un suspiro de alivio, y en seguida la orden imperativa: prepare su viaje a Nueva York, comuníquele a Mr Goodman la fecha de llegada y el aeropuerto de destino, y cuando llegue a Nueva York llámeme únicamente para darme el número del teléfono donde se encuentra alojado.
Eso hice. Acaté cada una de sus órdenes como un cordero. No sé, tal vez era el tono de voz que convencía.
Nueva York y el cordero
Un poco por discreción y otro poco, el mayor, por ahorrar dinero, llegué a Nueva York por su puerta trasera: el aeropuerto de Newark, a 11 dólares de Manhattan. La acostumbrada publicidad explícita de una liga pro-vida lo recibe a uno desde el bus del aeropuerto: “Si lo matas hoy, será asesinato; si lo hubieras hecho tres meses atrás, habría sido un aborto”, reza la leyenda junto a un tierno bebé de lana rubia y ojos azules.
Ahí está. Nueva York. Buses sin música. Calles sin huecos. Alcantarillas con tapa. Manhattan horadada, sin torres gemelas. Busco a la carrera, por entre las faldas del periódico y las revistas, lo que me espera al frente. La palabra de moda es Californicación, acuñada por Denis Johnson, en su aclamada novela Compradores cargados hacia el infierno por escaleras automáticas.
El último Don de la mafia italoamericana, John Gotti, acaba de morir en la cárcel, de cáncer. Y me muero por ir a su funeral, que será en Queens, el último enclave colombiano en América. Sería interesante ver el cubrimiento que harán los medios para contrastar con la experiencia colombiana en casos similares, y recientes.
Pero allí adelante, tal vez a pocas cuadras, me esperan US$25 millones en efectivo. Caigo en cuenta, en ese momento, que tengo todos los datos de mis contactos, pero no la dirección de la empresa. Un hotel de menos de cien dólares la noche, ojalá con desayuno incluido, es la única opción. Sí, ahí está todavía, a espaldas del Empire State, el mismo hotel y con la misma tarifa.
Hago las primeras llamadas. Es el jueves 13 de junio en la última hora de la tarde, pero ya entra el verano, y la luz no es reemplazada por la bombilla antes de las ocho de la noche. No debo hacer las llamadas desde el hotel, me advierten, es mejor desde cualquier cabina, ojalá cruzando una calle. No entiendo por qué, pero acepto. Llueve en Manhattan, pero en parte cumplo la promesa que me hiciera en diciembre del 93: el día que regrese a Nueva York tendré dinero para disfrutármela toda. No lo tengo en este momento, pero voy a recogerlo dentro de poco.
La estafa y el gato encerrado
Llamo a la oficina de Mr Goodman, el First Security & Financial Services, pero la operadora me pide que deposite dos dólares. No entiendo. Miro el indicativo, 713, desde luego muy distinto al de Manhattan, que es 212. Repica varias veces. Nadie contesta. Aborto la llamada. Subo al mirador del Empire State, sólo para echar de menos a las hermanas gemelas, en la esquina que contiene la alegría del Greenwich Village.
Una nueva llamada. Esta vez me responde un contestador automático. Puede ser la voz de Goodman, pero no da el nombre de ninguna empresa, recita el número, y pide que le dejen el recado. Dejo el nombre del hotel donde me alojo, la dirección y el teléfono. Para asegurarme, llamo en seguida al abogado en Nigeria, pero no tengo idea de cuál será la diferencia horaria, así que cuelgo luego de tres o cuatro timbrazos.
Regreso al hotel bajo alfilerazos de lluvia. Algo más ha cambiado en Nueva York: todos sus habitantes tienen celular, pero además todos lo usan, como si se comunicaran entre sí, ocultos tras los paraguas de cinco dólares que ofrecen a grito los compatriotas hispanos. La lluvia también siembra subempleo en la gran ciudad.
Recuerdo la única ventana en mi habitación, de un metro de alto por 12 centímetros de ancho, así que prefiero dar otra vuelta a la Gran Manzana. Elegantes ejecutivas en tenis, eso no ha cambiado. Desaparecieron sí los taxistas árabes con turbante.
Hay un mensaje en el contestador del hotel. La voz puede ser la de Mr Goodman. Se complace de mi llegada, y quiere verme al día siguiente, a las 2 y 30 de la tarde, en la frontera de Little Italy con China Town. El sitio perfecto para un negocio oscuro.
Una nueva llamada. El interlocutor no se identifica, simplemente aclara que debido a la lluvia, mejor me recogerán (así, en plural) en la esquina de la calle 34 con la quinta avenida. Una limosina azul, me dice, y me jura que “ellos” me reconocerán.
Es viernes y llueve de nuevo. Tengo cierto temor al encuentro, pues por la internet me he enterado de que algunos de los tratos con los nigerianos han terminado en secuestro, golpizas y hay un caso documentado de muerte, en Sudáfrica.
Son clanes organizados, y parte del éxito de su operación tiene que basarse, necesariamente, en la capacidad de intimidación que transmitan. Pero no he viajado seis horas para aculillarme a última hora. Lo grave no es tener miedo, sino no saberlo controlar. Ahí está la limosina. Un hombre moreno, de 170 centímetros, espera en la puerta abierta, como si fuera apenas a salir. Me dirijo hacia él con toda seguridad –no lo he dicho, pero siempre hemos hablado por teléfono como hombres de negocios–.
Me recibe con gran diplomacia, de formas y de fondo. Se esfuerza en disfrazar una pronunciación inglesa, me hace una venia para invitarme a seguir en el coche de alquiler. Al agacharme, veo a otro hombre, también moreno, que me extiende la mano. La corbata es fina, y juega bien con el vestido. Hay armonía.
Con discreción y diplomacia, le advierto que padezco algo de claustrofobia como consecuencia de una experiencia ingrata en Puerto Príncipe, en los tiempos de Cedrás, así que no me sentiría cómodo si viajamos allí los tres. No hay problema. El James que me abrió la puerta debe ir adelante, con el conductor. Mi punto.
“Detesto hablar de negocios, si no es frente a un buen vaso de whisky ahogado por el hielo”, me dice el de la corbata fina, que inclina el tópico hacia la calidad de mi viaje, la injusticia de los medios con Colombia, que sólo registran actos de guerra, que en Nueva York estaban en sequía pero llevan dos días seguidos de lluvia, que en el funeral de Gotti lo más notable fueron las coronas de flores en forma de caballos, que sí, que se detenga, que ese es el restaurante donde nos quedaremos a tomar una copa.
Para su enojo, James tiene que volver a abrirme la puerta, lo que ahora casi no le hace gracia, aunque lo disimula, estrechando mi mano y llevándome con él al restaurante, por si alguien hubiera notado de qué lado del carro se bajó. Entramos al restaurante, pero no hay reserva, ni son conocidos allí. Debemos esperar, mientras nos acomodan en una mesa, en la proscrita sección de fumadores compulsivos.
Acepto el whisky. Todos lo elogiamos. No es fácil obtener un Wild Turkey en un restaurante de estos, pero nos lo ofrecen. A mi lado se sienta el de la corbata fina. Baja la voz, puntualiza la necesidad de ultimar los detalles, y de forma abrupta me reclama “los” 28.000 dólares pactados como condición previa para tener acceso a las bolsas.
Me muestro desconcertado, dejo el whisky sobre la mesa, e intento la jugada obvia: tan pronto reclame las bolsas que contienen el dinero, sacaremos esa suma. Ni forma, me dicen, Mr Goodman está en Houston, y sólo después de recibir ese dinero en efectivo usted podrá acceder al contenido de las cajillas de seguridad... Ya sabe, son casi cinco años de alquiler. Intento ganar tiempo mientras se me ocurre alguna fórmula adicional que mantenga vivo mi sueño.
¿Y Mr Goodman, podría hablar con él? No tienen celular. Empiezan a ponerse nerviosos. Creo que terminaré pagando los whiskies, y si no reflexiono pronto, hasta el alquiler de la limosina. Ellos vienen en mi ayuda: ¿y por qué no pensar en una opción? La mitad del dinero ya, y el resto frente a las bolsas.
No, respondo enérgico, vámonos todos a Houston, y frente a Mr Goodman resolveremos el tema del dinero. Mr Goodman no está disponible, mientras no le resuelva el tema de dinero, agrega James, frente a mí, molesto, casi vociferante.
Se levantan de la mesa. Ahí, con esos correos de color, a bordo de una limosina azul de alquiler de 35 dólares la hora, en la entrada de un bar italiano en Manhattan, se escapa mi sueño de ser millonario sin trabajar. Diez minutos más tarde y diez dólares más pobre, sólo me queda la opción de llamar a Mr Goodman a su fijo, el (713) 2130730.
Nadie responde. ¿Y al abogado Rimi Abubakar? Marco al 234.14.802942, sí, el indicativo es de Nigeria, veo en el panel instalado frente al teléfono, pero nadie atiende. Viajé a Houston, llamé al teléfono, hay un contestador automático.
Epílogo
Bogotá, miércoles 19 de junio, 10 a.m., y todavía no tengo el párrafo de entrada para la crónica del día que creí podría ser millonario. Suena el celular, y reconozco el indicativo 19070071. Es, dice, Mr. Goodman, desconcertado. Su hija se graduó el fin de semana, no tiene idea de cómo perdimos contacto. Me asegura que los dos hombres de la entrevista en Nueva York no eran de su compañía. No tenía, me dice, por qué entregarles los 28.000 dólares que reclamaban los dos correos con tanta avidez.
¿Y cómo sabe entonces la cifra exacta?
Desde hace cinco años una bien organizada banda de estafadores timan alrededor del mundo a personas que, movidas por la avaricia y desconociendo el aforismo español de que nadie vende duros a pesetas, creen participar en un proceso de lavado de dinero de la corrupción, como consecuencia del cual se harán millonarios.
El truco más conocido de los esquemas nigerianos son las cartas que llegan a la oficina de altos ejecutivos, con la propuesta de prestar su cuenta bancaria para recibir allí un giro, con el dinero a lavar. El remitente se identifica como alto ejecutivo de la empresa petrolera nigeriana, a cargo de las concesiones, y el dinero que necesita mover proviene de una comisión por un contrato.
El truco consiste en que, una vez recibidos por correo algunos de los papeles relacionados con la transacción, se pide la clave de la cuenta, que es vaciada en operaciones de cajero automático en distintos países.
En otras ocasiones, incluso, han invitado al “beneficiario” de la propuesta para que vaya a un país vecino de Nigeria, donde es extorsionado o secuestrado, para reclamar un jugoso rescate.
En el caso de la viuda Abacha, lo que resultaba diferente de los procesos conocidos (hay al menos 10 páginas en internet que advierten sobre la estafa con las cartas nigerianas) era que se hablara de una sociedad asentada en los Estados Unidos, y de la posibilidad de recoger el dinero en efectivo, en Nueva York.
En la estafa media un salvavidas, la vergüenza que siente la persona engañada, y muchas víctimas prefieren guardar silencio. Los culpables evitan así la cárcel. Tal vez esa sería la trama en Nueva York, si ya se gastaron mil dólares en el viaje, ¿por qué no arriesgar otros miles, para culminar la operación de lavado?
Mr Goodman me envió el miércoles pasado un fax. Esta vez dice que girará el dinero a mi cuenta personal, que sólo debo entregarle el número y que él se encargará de la operación. Esa es la vieja historia. Luego me pedirán la clave secreta de retiros, y me vaciarán la cuenta. La forma clásica de estafa.
Vuelve a empezar el juego, como seguramente se iniciará en otra docena de partes del mundo, a la caza de incautos, que crean en el sueño de que la viuda de un dictador africano los quiere hacer millonarios.