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Evita: la “santa” entre la escoria y el oro (Parte V)

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UNA INVESTIGACIÓN NECESARIA
UNA INVESTIGACIÓN NECESARIA

En su libro pregunta Castro “¿Desde cuándo Perón conocía la enfermedad de su mujer? En su propia evocación, Perón afirma que fue a fines de 1949 cuando se manifestaron los primeros síntomas. En el libro en el que reunió sus diversos escritos durante el prolongado exilio que siguió a su derrocamiento, escribió que ya ‘a fines de 1949 una fuerte anemia la obligó a someterse a intensas curas’. ‘La veía pálida —prosigue Perón— y cada día me parecía más delgada, más consumida. Insistía en que reposase, pero ella no atendía razones. Reaccionaba contra la debilidad que la postraba, obligaba a las pocas fuerzas que aún le restaban y a su inextinguible fuerza de voluntad’". 52

 

Según lo que enuncia el médico-periodista, Perón habla de anemia y no de cáncer.

En el epílogo “La enfermedad de Evita: La intrigante historia de un engaño” Castro pregunta “¿Supo Evita tenía cáncer?”. 53

Y pifia al tomar el citado fragmento de “Santa Evita”. Formula Castro que Martínez “en su célebre novela ‘Santa Evita’ (…) reproduce un testimonio del peluquero de Eva Perón, Julio Alcaraz, según la cual, en la dramática noche del 22 de agosto de 1951 en la que Evita debe renunciar a la candidatura a la vicepresidencia de la Nación. Perón le dijo a su esposa, quien estaba furiosa por ese renunciamiento forzado. Tenés cáncer. Te estás muriendo de cáncer y eso no tiene remedio”. 54

El peluquero testigo del diálogo del matrimonio no está allí. Es oído ausente. No oye, ni escucha nada. La charla de la pareja presidencial es inventada por Martínez para su novela.

Es evidente que ni el médico autor, ni a Ricardo Ravanelli, ni a Cinthya Ottaviano, ni a algún responsable de Canal 13 y de TN consulten a Martínez, quien ya en 2002, cinco años antes de que el libro de Castro salga a la luz enuncia “ni uno solo de los reportajes que aparecen es verdadero; ni el del peluquero (…) ni ninguna de las visitas”. Y agrega más adelante “invento un testigo. Elijo al peluquero, porque era muy seguro que Eva, que era enormemente coqueta, se estuviera arreglando el pelo y pintando las uñas mientras espera que se hable, porque está tratando de ablandar a Perón (…) Entonces, escribo una escena conjetural, con el permiso del peluquero, Julio Alcaraz (…) La invención es absoluta. No hay una sola línea de verdad allí, y sólo yo sé que es verdadero, quiero decir, que es falso. Pero tiene un acento de verdad porque la técnica periodística le asigna una verosimilitud incuestionable. Basta con que vos digas, y sobre todo quién lo enuncia, si es una persona que tiene cierta presencia, o nombre, en el periodismo argentino y dice ‘Yo estuve aquí, yo vi, yo hice, yo conocí este factor de la realidad o este otro’, para que, obviamente, todo el mundo tome eso como verdadero”. 55

Creen ciegamente a Martínez.

También mencionan con acierto a Marysa Navarro, para quien “es mucho más probable que (Perón) la persuadiera de renunciar a la candidatura a la vicepresidencia no tanto por razones de salud como por la situación política. Renunciando Evita, se aliviaría la tensión de los medios castrenses y haría menos proclives a unirse a los partidos políticos cuyas maniobras habían quedado al descubierto durante la huelga ferroviaria”. Omite la cita bibliográfica, pero los interesados en el rigor científico pueden encontrarlo en la edición de Planeta, 1994, página 288.

Para la autora la renuncia no sería por la enfermedad.

Conjetura Castro que “resulta altamente improbable que Evita hubiese sabido que tenía cáncer durante la mayor parte de su enfermedad y que sólo lo supo en los últimos días de su vida”. 56

Pero luego entra en alguna que otra contradicción al hacer sobrevolar dudas sobre la actuación de Perón.

Al mencionar la entrevista, Ivanissevich especifica que “queda claro, pues, que (…) no pronunció la palabra cáncer. En cambio, es muy probable que Ivanissevich le haya advertido a Perón sobre el verdadero origen del mal de su esposa. Es aquí donde surgen interrogantes que no han tenido ni tendrán respuesta”. 57

Entonces, ¿es probable o es improbable?

Luego se pregunta “¿Por qué su esposo no asumió una actitud diferente y, teniendo conocimiento de la enfermedad, no insistió en convencerla para que se tratara? ¿O es que, acaso, el general Perón no tomó en serio las advertencias que le hizo su ministro de Educación?” 58

La respuesta la da el mismo Castro al sostener que “surgen interrogantes que no han tenido ni tendrán respuesta”.

Además, al no haber una uniformidad de criterios, al no haber varias fuentes que confirmen el dato de si Perón conoce la enfermedad de su esposa, queda abierta la duda. La respuesta será subjetiva. Para los antiperonistas, el Presidente lo sabe. Por ende, esto le permite presentarlo como cruel, insensible y usador. Pueden pensar que dado que su primera esposa, Aurelia Tizón, también muere joven debido a un cáncer de cuello de útero, debería al menos sospechar que el mal es similar en Evita y actuar con más determinación. También, pueden tomar como verdadera la conversación de Perón y Evita inventada por Martínez y justificar su antagonismo con el líder obrero.

Los peronistas pueden tomar el relato de Albertelli, testigo presencial y fuente directa de la pareja presidencia, quien en 1994 comenta que Perón al conocer el diagnóstico “lloró. Había amor entre esas dos personas”. 59 A lo que agrega que no utiliza a Evita y que “existía entre ambos simbiosis, armonía y homogeneidad”. 60

Castro renueva su error luego de editado su trabajo, ya que en entrevista con Sivina Premat, del diario “La Nación, de 23 de diciembre de 2007, conjetura que responde que “En ‘Santa Evita’, Tomás Eloy Martínez reproduce el testimonio del peluquero de Eva, Julio Alcaraz, que fija que Perón contó a su esposa que tenía cáncer. Creo que esto no es así. Cuesta creer que Perón haya sido tan duro y que Evita haya aguantado un año esa farsa. Una cosa es que ella se haya dado cuenta de lo que tenía, al percibir que la cosa iba mal, y otra que se lo hayan dicho”. 61

 

Una santa impura para una novela impura

 

Pareciera que el título “Santa Evita” opera como oxímoron. En el libro de Martínez redunda lo peyorativo, lo negativo. Asimismo, aparece como un recurso constante escudarse en otros textos y volcarlos como propios. Los ejemplos abundan:

1. “yegua”.

2. “Evita era para ellos la yegua madrina, la guía del rebaño”.

3. “potranca”.

4. “bicha”.

5. “cucaracha”.

6. “guaranga”.

7. “trepadora”.

8. “puta”. 9. “copera”.

10. “loca”.

11. “una sirvienta escapada del gallinero”.

12. “mucama con ínfulas de reina”.

13. “agresiva”.

 14. “nada femenina”.

15. “resentida”.

16. “sin escrúpulos”.

17. “ella se presentó con una frase de alto voltaje seductor: ‘Gracias por existir, coronel’, y le propuso que durmieran juntos esa misma noche (…) no concebía que la mujer pudiera ser pasiva en ningún campo, ni aun en la cama (...) la que lo levantó fue ella”.

18. “tendría la desvergüenza de las mujeres públicas en la cama, a las que tanto les da refocilarse con un habitué del burdel como con una mascota doméstica u otra pupila de la casa”

19. “todos se imaginan fornicando localmente con Evita. La chupan (…) la entierran, se la entierran”.

20. Evita (al grupo de maricones que la rodean mientras abraza a una o uno, sexo indeciso). Che, me han dejado caer sola hasta el fondo del cáncer. Son unos turros (.,.) iba a las villas miserias, repartía billetes y les dejaba todo a los grasitas (…) volvía como una loca, toda desnuda en el taxi, sacando el culo por la ventanilla”.

21. “No es verdad que Evita se resignó a ser víctima, como insinúa su libro ‘La razón de mi vida’.No toleraba que hubiera víctimas, porque le recordaban que Ella había sido una. Trataba de redimir a todas las que veía. Cuando conoció a Perón, en 1944, mantenía a una tribu de albinos mudos escapados de los cotolengos. Les pagaba la cama y la comida, pero su trabajo en la radio no le permitía ocuparse de ellos. Cierta vez, orgullosa, quiso presentárselos a Perón. Fue una catástrofe. Los encontraron desnudos de la cintura para abajo, nadando en un mar de mierda.

Orrorizado, el novio los despacho a un asilo de Tandil en una chata del ejército. Los choferes se descuidaron y los perdieron para siempre en la escabrosidad de unos maizales”;

22. “–No se imagina lo que es esto –decía el Coronel mientras aflojaba, con torpeza, la tapa del ataúd. El destornillador se le escurrió de las manos más de una vez, y tres de las tuercas se perdieron. –Ahí la tiene –dijo al fin. Apartó la sábana que cubría la cara de la difunta y encendió una linterna. Bajo el haz de luz, Evita era puro perfil, una imagen plana, partida en dos, como la luna. –Quién iba a decir. –El capitán se alisó de nuevo el pelo, deslumbrado. –Mire a esta yegua que nos jodió la vida. Qué mansa parece. La yegua. Está igualita. –Así como la ve ahora va a quedar para siempre –dijo el Coronel, con voz ronca, excitada–. Nada la afecta: el agua, la cal viva, los años, los terremotos. Nada. Si le pasara un tren por encima, seguiría tal cual. Bajo la luz de la linterna, Evita tenía reflejos fosforescentes. Del ataúd subían tenues vapores coloreados. –Trae mala suerte, la hija de puta –repitió el capitán–. Mire lo que le hizo a usted. Usted ya no es el mismo. –A mí no me hizo nada –se defendió el Coronel–. ¿Cómo se le ocurre? No le puede hacer mal a nadie. Las palabras se le escapaban sin que él las pensara. No las quería decir, pero las palabras estaban allí. El marino desvió la mirada. Vio que dos suboficiales se entretenían jugando a los dardos en la garita de guardia. –Es mejor que se la lleve, Moori Koenig –dijo”.

23. “La visitaron un sábado, en la residencia presidencial. Evita les dio cita a las nueve de la mañana, pero a las once aún no se había levantado. La noche antes, los agentes de Control de Estado le hicieron llegar copia de la carta que una de las directoras de la institución había mandado a la escritora Delfina Bunge de Gálvez. ‘Esperamos que vengas a la residencia con nosotras, Delfina querida’, decía la carta. ‘Sabemos que tenés el paladar muy delicado y que la visita te hará mal al estómago. Pero si cuando estés delante de la h de p (perdonános, pero con una poetisa sólo se deben emplear las palabras justas) te sentís descompuesta, pensá en que estás ofrendándole al Señor un sacrificio que te valdrá infinitas indulgencias plenarias’.

24. “Para saciar su pasión por los casamientos, la primera dama buscó novios obligatorios para las jovencitas sin hogar de El Buen Pastor y para las otras mil trescientas internadas que estaban allí por rantifusas, punguistas, pasadoras de juego, bagayeras o madamas de burdel, redimiéndolas mediante unos desposorios colectivos en los que Ella misma sirvió de madrina”.

25. “En los últimos meses, había seguido todos los pasos de Perón y sentía que nadie sino él sabría protegerla. Una mujer debe elegir, se decía Evita, no esperar a que la elijan. Una mujer debe saber desde el principio quién le conviene y quién no. Jamás había visto a Perón salvo en las fotografías de los diarios. Y sin embargo, sentía que algo los predestinaba a estar juntos: Perón era el redentor, Ella la oprimida; Perón conocía sólo el amor forzoso de su matrimonio con Potota Tizón y los coitos higiénicos con amantes casuales; ella, el asedio obligatorio de los galanes de la radio, de los editores de chismes y de los vendedores de jabones. Sus carnes se necesitaban; apenas se tocaran, Dios las encendería. Ella confiaba en Dios, para quien ningún sueño es irreal. Cuando el locutor del festival benéfico anunció por los altavoces que el coronel Juan Perón hacia su entrada en el Luna Park, el público se puso de pie para aplaudido: también Evita. Se alzó temblorosa de la butaca, arqueando un poco más el ala de la capelina, y suspendió en la cara una sonrisa que no se desdibujó un solo instante. Lo vio acercarse al asiento contiguo con los brazos en alto, sintió al saludarlo con sus manos enguantadas el calor de aquellas manos firmes, manchadas de pecas, con cuyas caricias había soñado tanto, y casi lo invitó con un irreprimible cabeceo a que ocupara el sitio vacío, a su derecha. Desde hacía mucho había pensado en la frase que debía decirle cuando lo tuviera cerca. Tenía que ser una frase breve, directa, que le diera en el centro del alma: una frase que le atormentara la memoria. Evita había ensayado ante el espejo la cadencia de cada sílaba, el leve movimiento de la capelina, la expresión tímida, la sonrisa imborrable en unos labios que tal vez debían temblar. –Coronel –dijo, clavándole los ojos castaños. – ¿Qué, hija? –respondió él, sin mirarla.

Gracias por existir. He reconstruido cada línea de ese diálogo más de una vez en los Archivos Nacionales de Washington. Las he leído en los labios de los personajes. Con frecuencia, congelé las imágenes en busca de suspiros, de pausas cortadas por la moviola, de sílabas disimuladas por un perfil que se escurre o por un ademán que no veo. Pero no hay nada más, aparte de esas palabras que ni siquiera se oyen. Después de pronunciarlas, Evita cruza las piernas y baja la cabeza. Perón, quizá sorprendido, finge mirar hacia el escenario. Volcada sobre el micrófono, Libertad Lamarque canta «Madreselva» con una voz que sobrevive, lluviosa, en casi todos los noticieros. «Gracias por existir» es la frase que parte en dos el destino de Evita. En La razón de mi vida, Ella ni siquiera se acuerda de que la dijo. El redactor de esas memorias, Manuel Penella de Silva, prefirió atribuirle una declaración de amor más simple y mucho más larga. «Me puse a su lado», escribe (fingiendo que escribe Evita). «Quizás ello le llamó la atención y, cuando pudo escucharme, atiné a decirle con mi mejor palabra: "Si, como usted dice, la causa del pueblo es su propia causa, por muy lejos que haya que ir en el sacrificio no dejaré de estar a su lado hasta desfallecer." Él aceptó mi ofrecimiento. Aquél fue mi día maravilloso.» Esa versión es demasiado verbal. Las escuetas imágenes del cine refieren que Evita dijo sólo «Gracias por existir» y que después fue otra. Quizá la ráfaga de esas pocas sílabas basta para explicar su eternidad. Dios creó el mundo con un solo verbo: «Soy». Y luego dijo:

Sea»”.

26. “–Siempre se gana lo que no se pierde –la interrumpió Ferruccio–. La yegua jodió a todo el mundo. Me jodió a mí. Aunque sea tarde, hay que hacérselo pagar. –Se detuvo, sin aliento. La cara redonda parecía una caricatura de la luna. –Cientos de personas la están investigando, coronel. No sacan nada en limpio: ni una sola historia que no haya salido en las revistas. Peleas en los camarines del teatro, polvos con algún tipo que la ayudaba a trepar. Son escorias que mueven a compasión pero no a odio. Y lo que necesitamos es odio: algo que la ultraje y la entierre para siempre. Averiguaron si había cuentas en Suiza. Nada. Si se compraba joyas con la plata del Estado. No. Todas son donaciones. Han perdido meses queriendo demostrar que era una agente nazi. ¿Qué agente nazi podía ser si ni siquiera leía los diarios? Ahora están por publicar toda esa mierda en un libro. Lo llaman El libro negro de la segunda tiranía. Son más de cuatrocientas páginas. ¿Y sabe cuántas hay sobre la yegua? Dos. Una miseria: sólo dos. De lo único que la acusan es de no haber escrito La razón de mi vida. Chocolate por la noticia. Eso ya lo sabían hasta las monjas de clausura. Usted, en esas fichas, tiene mucho más. Si me da la clave, podemos hundir a la yegua para siempre. Que el cuerpo siga sin corromperse todo lo que quieran. Vamos a deshacerle la memoria”.

27. “El peluquero la estudió de arriba abajo con curiosidad procaz. Días atrás, había identificado a Evita como la joven de facciones tristonas y busto escuálido que servía de modelo en un libro de postales pornográficas. El retrato de la portada, que aún podía verse en los kioscos de la estación Retiro, la mostraba frente a un espejo, con bombachas mínimas y los brazos hacia atrás, insinuando que está a punto de quitarse el corpiño. Las fotos prometían ser provocativas pero estaban desvirtuadas por el candor de la modelo: en una, quebraba las caderas hacia el lado izquierdo y trataba de subrayar la redondez de la nalga con tal mirada de susto que el buscado erotismo de la posición se deshacía en astillas; en otra, escondía los pechos en el cuenco de las manos y se pasaba la lengua por los labios con tanta torpeza que sólo la punta de la lengua asomaba por una de las comisuras, mientras los grandes ojos redondos quedaban velados por una expresión de cordero”.

28. “Soy un hombre de fe, un católico militante. No voy a perder mi alma usando a una muerta como rehén. –Coincido. Pero la desconfianza está en la naturaleza misma de los estados. –El Coronel empezó a jugar con la pipa y a golpearse los dientes con la boquilla. –Oiga este informe. Es vergonzoso. «El gallego está enamorado del cadáver», dice. El gallego, sin duda, ha de ser usted.

Lo manosea, le acaricia las tetas. Un soldado lo ha sorprendido metiéndole las manos en las entrepiernas». Me imagino que eso no es cierto. –El embalsamador cerró los ojos. – ¿O es cierto? Dígamelo. Estamos en confianza”.

29. “Tomó del laboratorio pinzas, bisturíes, sondas acanaladas. Levantó el cielo raso de los labios y estudió las escalinatas de los dientes, esmerándose en no perder el control. Se detuvo junto a las axilas. Vio los tules recortados del vello, la meseta de los pezones adolescentes, los pechos planos y redondos: pechitos yermos, a medio hacer. Un cuerpo. ¿Qué es un cuerpo?, diría después el Coronel. ¿Puede llamarse cuerpo un cuerpo muerto de mujer? ¿Podía ese cuerpo ser llamado cuerpo?

Las nalgas. El raro clítoris oblongo. No. Qué tentación el clítoris. No; debía refrenar la curiosidad. Leería las notas que había tomado sobre el clítoris. Las galerías y caracoles de la oreja:

So estaba mejor. Levantó el lóbulo sano. A la sombra de los cartílagos, un arco suave: un tobogán. Eligió el punto. En la voluta donde desembocaba el músculo con el nombre más largo de la anatomía humana, esternocleidomastoideo, se abría un espacio virgen, todavía no alcanzado por los aceites fúnebres. Tomó una de las pinzas. Ahora. La punción: una brizna de carne. El corte dejó una señal estrellada de milímetro y medio, casi invisible. En vez de sangre, brotó un hilo de resina amarilla que se evaporó al instante. Ordenó sellar con fajas de alerta las puertas del laboratorio y del santuario: Zona militar. Prohibido pasar. Y salió a respirar el aire turbio de la tarde, los vapores del río, el polen inclemente. Los oficiales llegaron corriendo, con el presentimiento de un desastre. Galarza se paró en seco junto a la puerta y no dejó avanzar a Fesquet. –Mírenla –dijo el Coronel–. Yegua de mierda. No se deja domar. Cifuentes me contó años después que nada le había impresionado tanto a Galarza como el áspero olor a orina de borracho. «Sintió unas ganas terribles de vomitar», me dijo, «pero no se animó. Le parecía que estaba dentro de un sueño». El Coronel se quedó mirándolos sin entender. Alzó el mentón cuadrado y ordenó: –Méenla. Como los oficiales seguían inmóviles, repitió la orden, sílaba por sílaba: –Vamos, qué esperan. Pónganse en fila. Méenla”. (Continuará) 

Néstor Genta

 

 

52. Albertelli Jorge. Op. Cit. p.33.

53.54. Castro Nelson. Op. Cit. p. 221.

55. Neyret Juan Pablo. Op.Cit. http://www.ucm.es/info/especulo/numero22/t_eloy.html

56. Castro Nelson. Op. Cit.p.221.

57.58. Castro Nelson. Op. Cit.p.222.

59.60. Castro Nelson. Op. Cit.p.208.

61. Premat Silvina."A Evita la engañaron con el cáncer".La Nación. 

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