La leyenda cuenta que cada año, la más bella de las doncellas, Licarayén, debía
ser sacrificada lanzándola viva al volcán ardiente por Pillán, el Brujo de
Osorno, para calmar su sed de sangre y salvar a su pueblo.
Dicen que a su
enamorado se le puede oír llorando, con desespero perdido en las noches de
tempestad más cruda, lágrimas como joyas de sol, en Antillanca:
escarchados lomos de ciervo
quebrantando
luz de palacios pensados
calzones de
plata
escamas de
almas en escalinatas de seda
zumbando árboles
a chorro
cascajo de
monedas imaginarias
en muros
nupciales
bodas de maná
castillos de
agua
lanzando honda
despreocupación sus dardos
a mercurial
futuro
casándose el
sol con el mar
incienso de
ciclistas
sumergidos en
una pista de musgo
despierto sueño
de ser mariposas
mente, viento
hiperbóreo que borro
estatua
vertiginosa de sales en celo
mancha láctea
mis ojos bosque de lágrimas el arpa
corazones en cáscaras
pies que el
marfil encarta besos veloces
olímpicas lámparas
mediodía
azores de dama
confitada
bellina Itaca
ajedrez de pezones
volcados
volcanes de Osorno
serena Alma
derramada en el lago
princesa
sacrificada por lauros pillanes
Oh si tu gimes
en las pomes
y tu cintura de
fuego
mece los
maduros trigales en sueños
Oh orgullosos
campesinos y gentes del pueblo
ciudades eléctricas
cebollas que llueven
leche, millones
de litros de almas
espigas de
sangre
tan
solo carne…
días días
miserables
Y al patrón
nos postramos envueltos en nieblas de cirios
pagando mandas
pagando mandas
temblando como
una mañana de relámpagos de alcohol
Oh dulce
Licarayén
Píllameé!
Mauricio Otero