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Javier Milei / X

Entre “delicias” y “desgracias”: ¿Fue un día de victoria para el gobierno?

Finalmente pasó el “día del mercado” y ninguna de las tormentas auguradas por el kirchnerismo ocurrió: no el dólar a tres mil, ni el BCRA vendiendo dólares a raudales, ni la gente corriendo despavorida por las calles.

La diferencia entre la última cotización “oficial” del dólar y el valor con el que el billete cerró la jornada de ayer fue de alrededor del 10%, bastante lejos de los sarcasmos ignorantes de Cristina Fernández.

¿Fue un día de victoria para el gobierno? En muchos sentidos sí, aun cuando las victorias de los gobiernos no suelen juzgarse en un día sino en un ciclo.

El de ayer pudo haber sido el primer día de un nuevo ciclo, eso sí. El final del Antiguo Régimen debería instalar en la mente de los argentinos una nueva idea: la propiedad lícita de los dólares es de los individuos, no del Estado y mucho menos del gobierno.

Durante décadas el país funcionó con un convencimiento inverso: los dólares generados por el esfuerzo de los ciudadanos no son de ellos sino que le pertenecen al Estado. Luego, con el correr de los años, esa convicción penetró tanto el hipotálamo del cerebro argentino que no hizo falta demasiado esfuerzo para ir un paso más allá y lograr que la enorme mayoría tomara con naturalidad el hecho de que los dólares le pertenecen al gobierno: de allí a que los gobernantes se los pusieran literalmente en sus bolsillos particulares no hubo más que un paso.

Un convencimiento subliminal paralelo se fue construyendo en todo ese tiempo también: los únicos dólares cuya propiedad le puede pertenecer a un individuo particular son dólares no declarados, dólares que no están formalmente en el circuito: dólares negros.

La combinación de ambas convicciones generó una Argentina sin dólares y un país cuyos ciudadanos atesoran la mayor cantidad de dólares físicos en el mundo sin contar a los propios estadounidenses. Delicias del fascismo.

Aun hoy los dólares generados por las operaciones privadas de los ciudadanos deben pasar por el BCRA, aunque, desde ayer, el valor que la entidad le reconoce sea el valor del mercado. Durante la mayor parte de las últimas ocho décadas el país vivió bajo distintas variaciones de un régimen según el cual el BCRA estafaba a los generadores de dólares no solo transformando en obligatoria su intervención para que los ciudadanos se hicieran de su dinero, sino que, cuando les “pagaba”, lo hacía considerando una cotización artificial que dejaba al ciudadano con parte de su riqueza literalmente saqueada.

Este esquema, increíblemente, contó con el apoyo electoral consistente de una mayoría voluntaria que, cuando fue llamada a elecciones, respaldó agrupaciones políticas que se proponían mantener, cuando no directamente profundizar, la estafa. Es decir, en palabras simples, los argentinos eligieron, libremente, ser estafados. O, por lo menos, algunos de ellos emitieron su voto apara que unos argentinos estafaran a otros con el visto bueno de la democracia.

Muchos incluso “militaron” (como se acostumbra a decir ahora) la estafa. Seguramente muchos de esos militantes recibieron algún privilegio o prebenda a cambio. Pero no descarto que algunos pelotudos lo hayan hecho hasta gratis solo por amor a la envidia y que, incluso, muchos hayan muerto inútilmente por arriesgar su vida en una causa que otros hijos de puta los habían convencido de que era “noble”.

Porque, en efecto, la socialización de la propiedad de los dólares fue vendida como una bandera nacionalista y de “justicia social” argumentando que, siendo el Estado el propietario de las divisas, repartiría el beneficio de su uso para el beneficio del país en contra de los intereses extranjeros y que además lo haría de una manera justa para que los dólares no fueran “solo de unos pocos”. Pura demagogia barata.

La producción de riqueza nacional se desplomó (como no podía ser de otra manera) y su consecuencia fue la trasformación de un país rico en una cada vez más extensa villa miseria, con una -ahora sí- elite rica y diferente y una masa pobre e ignorante, sin que en el medio de ambas haya casi nada. Delicias de la imposición forzada de la “Justicia Social”.

A pesar de las reiteradas estafas públicas -por las cuales miles de millones de dólares fueron transferidos de los bolsillos de quienes los habían generado a un conjunto de parásitos que se los robó- los argentinos no abrieron los ojos y siguieron votando partidos que mantuvieron el esquema estafador.

Mientras tanto, la ciudadanía era testigo del encumbramiento material de familias a las que nunca se les había conocido un trabajo por fuera de las estructuras del Estado. Híper-millonarios que hacían gala de una riqueza obscena mostrada en ropa, joyas, propiedades y otras yerbas, se codeaban con sindicalistas y señores feudales que viajaban por el mundo, permanecían en el poder por décadas y disfrutaban de un nivel de vida que les negaban a aquellos que decían defender. Todo con el aparente endoso de una ciudadanía que les entregaba su voto cada vez que era consultada. Delicias de la sodomía.

¿Qué pasaría si en la Argentina recobrara vigencia el artículo 17 de la Constitución que consagra del principio de la inviolabilidad de la propiedad? Los que siguen las cábalas dicen que el número “17” es “la desgracia”; que si uno sueña con algo malo y terrible debe jugar ese número en las loterías del día siguiente.

Ignoro si esas supercherías ya se conocían cuando la Constitución tuvo su versión final. Pero sospecho que no. Si se hubieran conocido seguramente los Padres Fundadores habrían estado al corriente de otra advertencia: “las brujas no existen, pero que las hay, las hay”.

Y si hubieran estado anoticiados de todo eso, seguramente, por las dudas, le habrían dado al artículo destinado a blindar la propiedad, otro número.

Porque es el ataque a la propiedad lo que destruyó a la Argentina. Haber construido un potente mensaje electoral en el sentido de que un señor encumbrado en el poder podía robar lo que algunos habían generado lícitamente con el verso de que se lo iba a dar a otros (cuando la realidad luego demostró que se lo metió en el bolsillo) es la causa última de todas las desgracias nacionales. Haber pasado de una Constitución formal -que decía que la propiedad era inviolable- a una Constitución material, que consagró el robo estatal de riqueza como una potestad legal de los gobiernos a tal punto de que su manifestación política (los partidos) lograron triunfar consistentemente en las elecciones, fue lo que perfeccionó la miseria argentina.

Quizás ayer haya sido el primer día de un nuevo intento para salir de esa desgracia. Y digo “nuevo intento” porque soy consciente de que hubo otros. Pero fracasaron. ¿Triunfará este? ¿Habrán abierto los argentinos finalmente los ojos para darse cuenta de que mientras les endulzaban los oídos con la “igualdad” el país se ha transformado en un enorme desquicio inequitativo? ¿Admitirán esta vez, humildemente, que sus “mayorías populares” se han equivocado y que se dejaron llevar por un conjunto de ladrones? ¿O la envidia, el resentimiento y el odio de clases serán más fuertes y, una vez más, harán fracasar el intento, dando paso a un nuevo round de rapiñadores?

Nadie lo sabe. Lo que sí es seguro es que si los dólares generados por los fabricantes de riqueza hubieran estado siempre en sus bolsillos a resguardo de las garras del Estado (como lo prometía el fatídico artículo 17 de la Constitución) el país no habría vivido ninguno de los avatares de la escasez. Esas sí que hubieran sido las delicias del capitalismo.

Director periodístico: Christian Sanz © Tribuna de Periodistas. Todos los derechos reservados
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