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¿Por qué me has abandonado?

La procesión avanzaba, arrastrando a un Dios muerto. El Cristo ensangrentado, balanceándose sobre los hombros de los fieles, tenía los ojos vidriosos, como si hubiera visto el vacío detrás de la cruz. A su paso, los devotos se persignaban con la urgencia de quien teme que el cielo esté deshabitado. El incienso no lograba disimular el olor a sudor de la multitud, ni el repique de los tambores ahogaba el susurro de las dudas.

Había llegado temprano. No por fe, sino por esa mezcla incómoda de escepticismo y nostalgia. Algo en mí —aunque no lo admitiera en voz alta— quería entender por qué miles seguían a un cadáver de madera. Me aposté junto a los vendedores de milagros empaquetados en plástico y medallas de latón, donde la devoción y el comercio compartían espacio sin rubor.

¿De verdad cree que ese Cristo la escucha? —le pregunté a una mujer que apretaba un rosario entre los dedos, los nudillos blancos de tanto rezar.

No abrió los ojos, pero sonrió, como quien ha respondido esa pregunta más de una vez:

Prefiero su mentira al silencio del universo.

Esa respuesta me atravesó más que cualquier sermón. No citaba la Biblia ni hablaba de redención. Solo la honestidad brutal de quien elige una mentira cálida antes que una verdad gélida.

Un Dios hecho de relatos

El sacerdote tomó el micrófono. Su voz retumbó sobre la plaza, hablando de amor eterno y promesas celestiales. Pero, a sus pies, un adolescente scrolleaba Instagram. Un vendedor gritaba: “¡café, chocolate y turrón bendecido!” entre las filas de creyentes. La religión, más que fe, parecía un mercado de certezas recicladas.

Pensé en Spinoza y su Dios sin rostro, sin deseos, sin oídos. Un Dios que no salva ni castiga: solo es. Si él tenía razón, ¿qué sentido tienen los rezos, las velas, los mantos bordados en oro? ¿Es esto un teatro colectivo para no admitir que nadie responde al otro lado?

Borges lo habría entendido. El cristianismo es el mejor relato jamás escrito: un mártir, una traición, sangre redentora. Constantino lo supo cuando convirtió la cruz en un símbolo político. La fe no era solo consuelo: era poder, leyenda y control.

Y, sin embargo, ahí estaban. Miles arrastrando los pies detrás de un féretro vacío, repitiendo palabras que tal vez ya no creían, pero necesitaban decir.

El grito que aún resuena

Cuando el Cristo pasó frente a mí, recordé su última frase:

—Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

No era la voz de un salvador. Era el grito crudo de un hombre que, en el último segundo, supo que nadie vendría a rescatarlo. Spinoza habría asentido: Dios no habla. Solo somos nosotros, imaginando voces en el silencio.

Pero los humanos no toleramos el silencio. Queremos respuestas. Necesitamos milagros, aunque sean imposibles. Anhelamos un guion con sentido, incluso si tenemos que inventarlo.

La fe como costumbre

Al anochecer, la plaza quedó sembrada de pétalos marchitos y cera derretida. Los fieles se dispersaron como figuritas de un belén, cuidadosamente envueltas en nostalgia y silencio, hasta el año siguiente. La mujer del rosario desapareció entre la gente. Los vendedores contaban sus ganancias bajo la luz trémula de los faroles.

Yo me quedé ahí, mirando al Cristo abandonado en su altar. Pensé en su pregunta una vez más: “¿Por qué me has abandonado?”. Quizá esa sea la única oración sincera. La única fe posible: admitir que estamos solos, pero elegir caminar juntos, inventando consuelos en medio del vacío.

O tal vez, como todos antes que yo, termine arrodillándome ante alguna mentira hermosa. Porque incluso el ateísmo es una forma de fe: la fe de que no hay nadie escuchando, y aun así, no dejamos de rezar.

Director periodístico: Christian Sanz © Tribuna de Periodistas. Todos los derechos reservados
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