Descubrí a Mario Vargas Llosa como se descubre un continente: primero en la bruma adolescente, con La ciudad y los perros, ese golpe seco de realismo que me sacudió a los quince años; luego, en la travesía adulta de releer toda su obra junto a mi hijo. Durante años lo creí el último gran escritor-revolucionario: un hombre que combatía con palabras lo que otros intentaban cambiar con fusiles. Pero los hombres —como sus personajes— son criaturas de barro inestable. El genio que narró la caída de los ideales terminó protagonizando la suya: un Alejandro Mayta de carne y hueso, devorado por los mismos demonios que denunció.
Del amor al poder: crónica de un desencanto
Cuando recibió el Premio Nobel en 2010, su dedicatoria a Patricia entre sollozos —“sin ella, nada de esto habría sido posible”— sonó menos a gratitud que a presagio. Tres años más tarde, la mujer que lo acompañó desde una buhardilla en París hasta la Academia Sueca fue descartada con la frialdad de quien borra un personaje secundario. La paradoja es cruel: el autor de Travesuras de la niña mala, novela sobre amores destructivos, dejó atrás a su compañera de medio siglo por una historia digna de telenovela. Como en sus ficciones, la vida imitaba al arte, pero sin su espesor trágico: fue un adulterio vulgar, sin la grandeza literaria de sus invenciones.
Borges, García Márquez y la vanidad del oficio
La célebre anécdota con Borges —quien lo despidió con un “debería trabajar en una inmobiliaria”— revela más que un desdén pasajero: señala un pecado mayor, casi literario, que en sus novelas siempre se paga caro: confundir observación con traición. La misma soberbia que lo llevó a golpear a García Márquez en 1976 (¿celos literarios? ¿un lío de faldas?) resurgiría años más tarde, cuando el escritor que denunciaba dictaduras apareció fotografiado con Jair Bolsonaro —el entonces presidente de Brasil, conocido por su discurso autoritario— y elogiando a Keiko Fujimori, hija del exdictador peruano Alberto Fujimori. El joven que admiraba a Sartre terminó como epígono de Hayek. El rebelde que defendía la justicia se rindió ante la comodidad de los poderosos.
El señorito de Miraflores y el olvido de los suyos
Su desprecio por Pedro Castillo —expresidente peruano de origen rural, al que llamó “analfabeto” e “incapacitado”— mostró la fractura definitiva. El mismo autor que en Los cachorros desnudó la crueldad clasista repetía ahora el discurso de la élite limeña. En 2023, mientras Dina Boluarte —presidenta en funciones tras la destitución de Castillo— reprimía las protestas populares con decenas de muertos, Vargas Llosa recibía condecoraciones oficiales como la Orden del Sol. Ironía amarga: el niño pobre de la calle Cochabamba, ese que narró en El pez en el agua, había olvidado a los suyos. El escritor que hizo de la memoria un eje narrativo —como en La guerra del fin del mundo— eligió el olvido como su nueva patria. Y se volvió cómplice de las cincuenta muertes.
Un cadáver literario exquisito
Ahora que la prensa lo embalsama con elogios, conviene recordar que todo gran escritor muere dos veces: físicamente y en el mito. Vargas Llosa muere doble: como genio indiscutible de la lengua y como advertencia sobre los peligros del poder. Su obra sobrevive —La fiesta del Chivo sigue siendo la gran novela sobre las dictaduras—, pero también su sombra: la del rebelde que terminó abrazando a sus verdugos. Como en Pantaleón y las visitadoras, su vida acabó siendo una sátira involuntaria de equívocos, donde el personaje desbordó al autor.
El último acto lo escribió él mismo. Un final sin redención. O tal vez sí: quizá la verdadera redención no sea para él, sino para nosotros, sus lectores, que seguimos preguntándonos si se puede amar una obra cuando se ha dejado de admirar a quien la escribió. Quizá ahí —en esa tensión irresuelta— habita la vigencia incómoda de los clásicos: nos obligan a mirar no solo lo que cuentan, sino también lo que callan.

Escritor, periodista; especialista en agregado de valor y franquicias. Columnista de opinión