LA NOCION DE TRAGEDIA Y LA NECESIDAD DE JUSTICIA
Algo se mueve por dentro, profundo, imperceptible. El
movimiento se prepara durante mucho tiempo, quizás miles de años. Son rocas
escondidas, ajenas a la responsabilidad humana, quizás el átomo madre que
concede la naturaleza a la vida. Choque recóndito, fatal, enteramente hundido
en la responsabilidad natural. Es la responsabilidad de la naturaleza. Decir que
la naturaleza es responsable es atroz. No sabemos cuál es su voluntad ni
designio. Pero la vemos luego convertirse en maremoto, tsunami, peste, hambruna.
Nombres que ya son humanos, no naturales.
Luego, la responsabilidad humana toma a su cargo la discusión.
Habrá responsables de que no se haya avisado antes, habrá personas que
omitieron tomar decisiones que salvaran vidas, habrá acaso el nombre criminal
de tal o cual funcionario o magistrado. La naturaleza es cruel pero sin
culpabilidad; la vida humana es deseosa de moralidad pero suele definirse por
hondas nociones de culpa. Entre ambos polos se juega lo que llamamos
pensamiento, ética personal o deseos de felicidad. La Gran Ola nada sabe de
ellos.
Una discoteca en Once no es Sumatra, la República Cromañón
no es una playa tailandesa. No había placas tectónicas aquí. No se preparaba
en la larga memoria inconsecuente de la naturaleza un estallido en la
superficie. La mediasombra en un techo no es lo mismo que las piedras milenarias
que colisionan hacia el centro de la tierra, cerca de donde pensaba Julio Verne.
Ahora, todas las expresiones de la lengua urbana escuchadas, “banda pirotécnica”,
“vamos las bandas”, “rock barrial”, aparecen comprometidas. Las
sobrevuela la tragedia. Los nombres del rock son una fantasía amigable, a veces
juegan con componentes demonológicos o mágicos, pero suelen esconder en el
fondo tiernas baladas. Es cierto, tocan metáforas de fuego, de redención, de
tinieblas. Pero son escrituras de parodia, utopías invertidas, quizás
literaturas transitorias que se divierten con el hermetismo y el frenesí. Pero
una noche, centenares de familias comenzaron a buscar cuerpos tiznados de negro
en los hospitales porteños.
Nuevo compromiso
Todas aquellas palabras han adquirido un nuevo
compromiso. Los nombres son inocentes como la naturaleza, pero los esperan los
escollos de la historia. A veces enlazan con tragedias arrasadoras, que les dan
para siempre una connotación especial a palabras insípidas, que eran meramente
clasificatorias: “Puerta 12”. A veces sólo hay que desear que nada ocurra
para que la ornamentación lingüística, la quimera de un nombre –“República
Cromañón”-, no orille la premonición siniestra. Nombre empresarial. Pero
contiene una alusión política, así como “Cemento” parecía anular el
componente onírico. Lindaba con la mención secreta de algún elixir,
seguramente, pero nada quedaba claro. Ese nombre, por lo demás, señalaba un
material incombustible, no gomaespuma.
El empresario Chabán no tiró la bengala, incluso pudo haber
alertado que no se las use, quizás vivía con el oscuro temor de que algo
sucediera en los lugares por él bautizados. Tenía, al parecer, un ideal de
vida estetizado, lo que a veces se suele ver como dandysmo, artes de la noche
quimérica, alguna cita de Nietszche, vagas nociones de sacrificio. Poéticas
del rock para adultos escépticos, empresarios con ambigua pirotecnia verbal, en
la que pueden pegarse ciertas obleas de juvenilia o chanzas libertarias. Luis
Alberto Spinetta tiene una vieja canción, La bengala perdida, en la que intenta
comprender la muerte de un hincha de fútbol alcanzado por ese objeto pirotécnico.
Alguien lo habría tirado de la otra tribuna. Spinetta no juzga, hay un tono de
religiosidad compungida en su canción. Como la mejor filosofía, no ríe ni
condena, intenta compender.
Pero si hay comprensión verdadera, allí ya hay una forma
superior del juicio, de la expiación. Nada más inocente que arrojar fuegos de
artificio, entretenimiento ancestral. Cuando alguien muere debido a ellos, se
revela la inocencia del mal. Dicen los diarios que un niño habría tirado la
bengala en República Cromañón. En esa isla de Barataria no había legislación
al respecto, el grupo que tocaba se llamaba Callejeros, que situaba cierta
orfandad libertaria sugerida por esa denominación en un largo cajón para miles
de personas, en el Barrio de Once. El cajón, la república, el encierro, la
mediasombra envenenada, esperando la bengala, quizás desde hace miles de años,
como el encuentro fatal de placas tectónicas. La calle de los callejeros
encerrados, con su cortejo de vidas injustamente arrebatadas, no era la Ley
de la calle de Coppola, donde hay un juego inocente de destino, y alguien
será sacrificado en el teatro real de la calle. Sin hollín en el cuerpo.
Será difícil soportar una imagen que perdurará mucho
tiempo, esos cuerpos ennegrecidos en fila, yacentes en la vereda. Sin
zapatillas, que más que yacer se apilan ya ajenas a sus dueños, a esos cuerpos
sin vida, antes de las oraciones últimas, los congregaba el salvataje o la
ciencia. Hay un espíritu de ordenamiento sobre la calzada, había SAME, habían
desesperados primeros auxilios. Pero la muerte injusta se revela más absurda
cuando hay una serie de cuerpos exánimes, cadáveres de la calle de un barrio
muy conocido, que como toda imagen, pide compañía, pide otras series, y más
que eso, pide que hagamos esfuerzos para apartar otras series de cuerpos que
vimos o imaginamos, apilados en reiteradas pesadillas.
Culpa y Estado
¿Quién es culpable? Como siempre, el espíritu inquieto
vacila ante esta pregunta. No puede no haber culpables, pero no puede haber
chivos emisarios, la indeseada forma bíblica del culpable elegido por
incapacidad de justicia profunda. No puede, tampoco, haber culpables deducidos
por teorías o desde pliegos en los que yacen los ideogramas de la causalidad
lineal. Se podrá preferir una frase que diga que “fue el sistema de corrupción”
o simplemente el “sistema”. Pero ahí está la noción de tragedia -que los
diarios usan, con imprecisión, pero es que así está inscripta en la lengua
usual- para sugerir que también hay que buscar en lo desconocido, en lo
indeterminado, en lo contingente, incluso en las tinieblas de la historia
nacional. Y si esto equivale a politizar la tragedia, se lo debe hacer con todos
los impulsos profundos, a veces indiscernibles, que reclama lo político, no con
la imputación costumbrista, con la visión de un “sistema” que suprime toda
libertad, todo azar.
De tanto llevarse la idea de culpa a la teoría del estado
capitalista, se arriesga la pérdida de la especificidad, ámbito privilegiado
donde mora la justicia. Pero de tanto pedir culpables para rendirlos a la picota
de la comprensible ansiedad pública, la necesidad periodística de hacer la crónica
personalizada y romper lo que también la justicia profunda posee de
generalización singularizada, puede alejarnos de lo mismo que se reclama. Si
hemos de politizar debidamente lo ocurrido, no será a costa de eliminar su
dimensión trágica, que necesariamente lleva a las propias ruinas de nuestra
conciencia, a lo que yace en nosotros como parte personal de una vida colectiva
agrietada. No sirve que los políticos muestren certificados o apelar a los
reglamentos vulnerados -por coima, desidia, lo que fuese-, si antes no se
concibe una idea de justicia que llegue a las fallidas instituciones argentinas
porque también habrá sabido llegar a los deficientes textos morales que
habitan en nosotros, en nuestra vida diaria, en nuestros gestos habituales.
Justicia
El odio, el rencor, la bronca, la animosidad, todas
graduaciones del mismo sentimiento, nunca son innecesarios. Pero en términos de
justicia real son un lenguaje segundo, subordinado. Sólo pasan dignamente a
primer plano cuando los encarna precisamente la persona trágica, que busca
hacer saber su agonía al mismo tiempo que alza su dedo contra los símbolos
inmediatos de culpabilidad. A esa forma de dignidad no se le piden pruebas, sino
que vuelva con lo que aprendió de su fuego irredento al horizonte de los
indicios más vastos y profundos. La justicia en un debate sobre los tiempos
específicos en que aparecen los sentimientos de abominación, de horror o de
templada conciencia comunitaria. Quizás todos esos sentimientos son necesarios
y siempre esperamos en nosotros algo que los sintetice.
Porque la sentimentalidad nacional es también tectónica,
son esas placas profundas que están en todos los pueblos como resorte póstumo
de pudor, de escarnio o de vindicta, y que en la Argentina -ningún “carácter
nacional” aquí- pueden conjugarse con las precarias frases políticas que
escuchamos a diario, “no quedar pegado”, “es impresentable”. Frases de
un mundo de apariencias, que actúa totémicamente esperando el que las
pronuncia escapar de la contaminación. ¡Qué propósito más torpe! Lección
para los gobiernos y los políticos que se quieren dignos: saber despertar en la
conciencia esa rara mixtura de sentimientos, de justicia y de tragedia, que es
lo que llevará siempre a estar donde se debe estar.
La política es eso, estar donde se debe. Allí no debe haber
cálculo o astucia. Verdaderamente, no hay que cometer exhibicionismos, los
cuerpos callejeros tienen elocuencia muda, yacen envueltos en nuestro furor
cauto, mirándolos en silencio crispado. Pero la conciencia pública tiene
muchos planos, y en el más decisivo de ellos, la justicia dada y procurada, es
necesario ponderar preguntas, darles el lugar crítico que merecen, sea sobre
los candados de la puerta de emergencia, sea sobre la desidia de los
funcionarios, sea sobre el vago estupor que nos alcanza cuando la culpa no puede
detenerse y recubre el conjunto de un momento histórico.
Combate
La búsqueda de la culpa y su encarnación es una actividad
frágil, delicada. Pero su necesidad es de hierro, materia esencial de la otra
historia, la historia natural. Todos nos vimos obligados en estos días a
analizar nuestro propio tejido sentimental, emocional. Así como puede cometerse
la necedad de ignorar la justicia (y su fuerza emotiva), hay formas aturdidas de
buscar justicia (sin calibrarse su emocionalidad necesaria). A veces vamos de
una a otra como vagantes.
Y en la mediasombra argentina, para evitar la república del
Cromagnon y el republicanismo esmirriado de los que imaginan que la historia es
una nomenclatura acumulativa de controles, es necesario elaborar una idea de
justicia más plena, con nuevas voces, nuevas emociones, incluso nuevos
articulados e incisos. En toda república faltarán las prevenciones necesarias,
si no se escriben nuevos documentos sobre la culpa profunda que no reiteren la
mala forma de la ley.
Desde el Presidente hasta los jóvenes neciamente
sacrificados, desde las maltrechas formas de la institución pública nacional
hasta quienes para salvar vidas, serenamente irresponsables, heroicos, volvieron
adentro de la caldera tóxica con una precaria remera humedecida en el rostro,
hay una invitación para todos. Ahora vale este todos, no porque ya existía y
haya que meterse en él, sino porque hay que crearlo como promesa, aún
desconocida, de convivencia justa. Es un combate, no una utopía de consuelo.
Horacio González
Revista Debate
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