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Mario Vargas Llosa / Reuters

Las contradicciones eternas de un hombre que no se callaba

El día en que Mario Vargas Llosa murió, Lima amaneció más gris de lo habitual. La bruma se había detenido en el malecón como si el cielo hubiera bajado a rendir homenaje, no al escritor, no al político, sino al hombre lleno de contradicciones que nunca dejó de escribir ni de contradecirse. Murió este domingo, 13 de abril, en su casa de Barranco, rodeado de libros subrayados y cafés fríos. A los 89 años, había acumulado más historias que naciones enteras y más paradojas que un continente.

Pero esta historia no empieza con su muerte. O tal vez sí. Porque Mario siempre escribió como si todo empezara al final, como si las cosas sólo se entendieran cuando ya era demasiado tarde. Y así también fue su vida: una novela en la que el personaje principal cambia de bando a mitad de la trama, sin previo aviso, sin pedir perdón.

En su juventud, en ese Perú que exudaba autoritarismo por todos sus poros, Vargas Llosa quiso cambiar el mundo. Se enamoró de la Revolución Cubana como solo un adolescente puede enamorarse de una mujer lejana y peligrosa. Viajó, escribió, gritó, se dejó fotografiar con los puños en alto. Pero luego, como en una de sus propias novelas, llegó el desencanto. Fidel dejó de ser héroe para convertirse en tirano, y Mario —el mismo que escribía con rabia en su máquina Olivetti— viró hacia el liberalismo con una convicción tan fuerte que algunos no se lo perdonaron jamás.

Esa fue la primera gran contradicción, y no sería la última. Se enfrentó a dictaduras con el verbo afilado, pero en los años finales de su vida terminó pidiendo el voto para políticos a los que antes había llamado “el cáncer terminal de la democracia”. Tal vez no por convicción, sino por miedo. Tal vez porque sabía que el mundo no se divide en buenos y malos, sino en matices donde todos cargan alguna culpa.

Sus personajes también eran así. Zavalita no sabía en qué momento se jodió el Perú, y Mario tampoco supo cuándo se jodió él. ¿Fue cuando dejó de creer en la revolución? ¿O cuando empezó a recibir honores de reyes y premios de gobiernos que antes detestaba? ¿Fue cuando renunció al fuego de la calle por el mármol de las academias?

Y sin embargo, nadie puede negar la potencia de su palabra. La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo, La fiesta del Chivo: novelas que no sólo narran, sino que diseccionan. Como un cirujano sin anestesia, Vargas Llosa abría el cuerpo enfermo de América Latina para mostrar sus vísceras: el autoritarismo, la hipocresía, el silencio cómplice. Decía que la literatura debía ser autónoma, pero escribió siempre con el corazón en la historia y la rabia en la política.

Se decía a sí mismo un amante del orden, pero fue un hombre impulsivo; se proclamaba racional, pero vivía de pasiones. En sus novelas había militares, putas, curas, traidores, locos, y siempre —siempre— un personaje que dudaba de todo. Ese personaje, tal vez, era él mismo.

Hoy, mientras las editoriales desempolvan ediciones conmemorativas y los críticos ensayan obituarios que suenan a redención, ninguno de ellos podrá encerrar en una nota lo que él mismo tampoco supo encerrar en sus libros: su contradicción esencial.

Porque Mario Vargas Llosa fue un hombre de ideas fijas y pasiones cambiantes. Fue un joven de izquierda que terminó defendiendo el libre mercado. Un intelectual comprometido que despreció el populismo. Un narrador de la ambigüedad que quiso ser presidente, como si la política fuera una novela con final feliz.

Murió hoy, sí, en Lima. Pero como los personajes de las novelas que lo obsesionaban —como el Jaguar, como Trujillo, como Zavalita—, también murió muchas veces antes: cuando perdió la elección de 1990, cuando lo acusaron de traidor, cuando sus lectores se dividieron entre el artista y el ideólogo. Y sin embargo, en cada una de esas muertes parciales, resucitó con otra novela, con otro ensayo, con otra provocación.

En el fondo, quizás eso fue Vargas Llosa: un hombre que no quería tener la razón, sino dejar escrito todo lo que pensaba, aunque lo desmintiera al día siguiente. Un escritor que entendió que la única coherencia posible es la fidelidad a la escritura, y que todo lo demás —la política, el poder, las alianzas, las derrotas— era literatura.

Y así, mientras el mundo lo despide con homenajes, queda flotando una última pregunta, que nadie podrá responder en su biografía oficial:

¿Qué ocurrió realmente con García Márquez y aquel puñetazo en Ciudad de México?

Como todo gran final, ese también se lo llevó consigo. Como todo gran personaje, supo guardar su mayor secreto hasta el último capítulo.

Director periodístico: Christian Sanz © Tribuna de Periodistas. Todos los derechos reservados
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