La memoria como resistencia crítica
Hoy se cumplen diez años de la muerte de Eduardo Galeano. Una década sin su voz, pero con su mirada aún viva en cada esquina donde la historia se repite como farsa o advertencia. Este ensayo nace de una sospecha y una intuición. La sospecha de que su obra, lejos de envejecer, se ha vuelto más incómoda en un continente que sigue atrapado en los mismos espejos. Y la intuición de que, si hoy Galeano caminara por las calles de Buenos Aires, vería en ciertos gestos políticos —como el cepo cambiario— ecos de las mismas tensiones que denunció en revoluciones traicionadas, gobiernos fatigados y pueblos que nunca terminan de liberarse del todo.
El objetivo de este análisis no es rendir homenaje, sino poner en diálogo su obra con una realidad concreta: la argentina. No como una mera actualización, sino como una lectura cruzada donde sus metáforas, sus denuncias y sus dudas sirven para pensar las políticas locales, los discursos del poder y las nuevas formas del desencanto. Comparar a Galeano con el presente argentino es, en el fondo, una forma de medir cuánto de lo que señaló sigue latiendo —abierto, dolido, vigente— en nuestras propias contradicciones.
El hereje de las izquierdas
La paradoja galeaniana estriba en que mientras Las venas abiertas de América Latina (1971) se convertía en libro de cabecera de guerrilleros y académicos marxistas, su autor desarrollaba una creciente desconfianza hacia los mesianismos políticos. Su reportaje China 1964 —escrito tras visitar el país maoísta— ya contenía advertencias sutiles: describía fábricas modelo donde los obreros repetían consignas como autómatas, y aldeas “liberadas” que olían a pobreza disfrazada de propaganda.
Esta actitud le valió críticas de ambos bandos. La derecha lo acusó de “romántico de la violencia” (Vargas Llosa), mientras sectores ortodoxos de izquierda lo tildaron de “traidor” cuando en 2014 declaró: “No sería capaz de leer Las venas… de nuevo. Para mí esa prosa de izquierda tradicional es pesadísima”. Galeano practicó lo que pocos intelectuales comprometidos logran: la autocrítica pública.
Las revoluciones que devoran a sus hijos
El capítulo no escrito de la obra galeaniana es su mirada lúcida sobre los fracasos socialistas. En Guatemala, clave de Latinoamérica (1967), mientras entrevistaba a comandantes guerrilleros, anotó: “Estos muchachos hablan de democracia popular, pero sus métodos son los de la Santa Inquisición”. Tres décadas después, vería cómo varios de esos movimientos —convertidos en gobiernos— reproducían los mismos vicios que denunciaban.
El cepo como metáfora galeaniana
Si Eduardo Galeano hubiese escrito sobre la Argentina del cepo, quizás no lo habría hecho desde la lógica técnica de los economistas, sino desde la grieta simbólica que abre en el imaginario popular. Porque el cepo —como muchas de las medidas restrictivas nacidas en nombre de la soberanía— no se explica solamente en cifras o gráficos, sino en la tensión entre el sueño de emancipación y la desconfianza estructural.
A primera vista, el cepo cambiario puede parecer una herramienta pragmática para contener una crisis de reservas, evitar la fuga de capitales y sostener la estabilidad económica. Pero bajo esa superficie se esconde un conflicto más profundo, uno que Galeano hubiera reconocido enseguida: la lucha entre la voluntad de construir un país con reglas propias y el deseo persistente —casi desesperado— de escapar de sus límites. En ese tironeo se revela una constante latinoamericana: el intento de construir independencia económica a partir del control, cuando el verdadero problema es la desigualdad estructural que nunca termina de ser enfrentada.
Como las revoluciones que él narró con pasión y luego cuestionó con lucidez, el cepo nace con banderas nobles —defender el mercado interno, proteger los dólares para la producción, priorizar lo nacional frente a lo especulativo— pero en su aplicación se transforma en algo distinto. Se burocratiza, se vuelve arbitrario, y termina afectando más a quienes menos margen tienen. Como aquellos regímenes que prometieron justicia desde el dogma, termina pareciéndose demasiado a lo que decía combatir.
Y sin embargo, como buen galeaniano, también habría que mirar más allá de la superficie. Porque el cepo no surge en el vacío: es reacción a un sistema financiero global que premia la especulación, a élites económicas acostumbradas a evadir reglas, y a décadas de dependencia estructural. En ese sentido, representa la trampa histórica de América Latina: elegir entre el caos del mercado o el orden impuesto desde arriba. Galeano se preguntaría si no hay otra salida, si no es posible una emancipación que no pase por la restricción, ni por la entrega, sino por la construcción colectiva de confianza.
¿Y mañana, cuando se levante el cepo?
Quizás mañana —cuando finalmente se levante el cepo en Argentina— algunos celebren como si se abrieran las compuertas hacia una tierra prometida. Pero Galeano, con su ironía tierna y su furia silenciosa, preguntaría: ¿y qué quedará en pie cuando se abra la jaula? ¿El ave sabrá volar? ¿O simplemente saldrá volando hacia el mismo norte de siempre, donde le prometieron libertad pero la espera otra jaula, más grande, más luminosa, más indiferente?
Diría, quizás, que el problema nunca fue el cepo, sino la costumbre de volar con miedo, de ahorrar como forma de fuga, de mirar hacia afuera porque adentro todo tiembla en desconfianza. Porque si la jaula se abre pero nadie construye un país en el que valga la pena quedarse, entonces el vuelo no será libertad: será exilio con pasaje en cuotas. Y así, una vez más, América Latina volverá a exportar lo único que no debería perder: su gente.
Galeano, nosotros y el espejo argentino
Galeano no nos dejó soluciones, sino un método: dudar del dogma, sospechar del poder, narrar lo invisible. Comparar su obra con la realidad argentina no es un ejercicio literario, sino una necesidad política. Porque en este país donde el Estado se debate entre proteger y controlar, donde los sueños de justicia se topan con burocracias asfixiantes, y donde las banderas se destejen con el viento, sus palabras todavía resuenan como advertencia y brújula.
Este ensayo no busca reivindicarlo como un oráculo, sino como un testigo incómodo. Y si hoy —a diez años de su partida— Galeano pudiera leer estas líneas, tal vez no diría nada. Tal vez solo levantaría una ceja y apuntaría con su dedo hacia el sur, como siempre, allí donde la utopía sigue moviéndose. Allí donde la historia sigue esperando ser contada de nuevo, con los ojos bien abiertos.

Escritor, periodista; especialista en agregado de valor y franquicias. Columnista de opinión