El 2011 terminó como empezó: rápido y furioso. Como los tiempos que corren en que devorar noticias, algunas importantes y la gran mayoría, bombitas de olor para saciar la sed informativa, se ha transformado en un vicio. Los chismes tienen tantos años como el hombre mismo, pero en la era de Internet el que no corre, vuela.
En el periodismo, como en cualquier profesión, la inmensa mayoría intenta hacer plata. Ese objetivo, a veces, significa el poder influir en la opinión pública. No necesariamente, siempre, es así. Hay muchos casos de periodistas ricos pero desconocidos por la sociedad. El fenómeno suele darse entre operadores de la noticia, traficantes de influencias y mercaderes del sufrimiento ajeno —mayoritariamente— vinculados con el periodismo gráfico. Otros mantienen un nivel de vida sin lujos ni sobresaltos, pero tienen un nombre instalado en la sociedad.
También los hay ricos y famosos, aunque la gran mayoría se las rebusca como puede. Algunos prefieren la seriedad, la información cruda, la investigación filosa y otros viven de los chismes, del escándalo y el puterío.
Otros gozan con el periodismo de periodistas al extremo de transformarlo en una caza de brujas en vez de un debate de ideas. Algunos buscan estupidizar al ciudadano por aquello de que el tuerto es rey en un país de ciegos. Y otros creen en la posible transformación de la sociedad e intentan, insistentemente, purificar conciencias. En fin, estos últimos se suelen dar la cabeza contra la pared y pasan noches mirando el techo de sus habitaciones dormitando entre el insomnio y el deseo de que otros busquen lo mismo que ellos: un país más justo y sin tanto egoísmo.
El domingo por la noche terminé de escribir una crónica sobre la marginalidad más extrema que existe en la Argentina. La falta de comida y de vivienda, de trabajo y de salud a metros de la Casa de Gobierno, de la Legislatura, del Congreso y de la Casa Rosada.
No era la primera vez que me internaba en los barrios más humildes de la Capital y del Gran Buenos, pero esa realidad superaba a casi todo. Prometí volver y así lo haré este fin de semana para ver si tuvieron alguna respuesta de algún funcionario.
En el norte argentino, en octubre de este año, conocí la historia de un humilde matrimonio perdido en un pueblo chaqueño que les habían arrebatado una niña de 11 años y otra beba recién nacida. El pueblo, impulsado por un comisario corrupto y un juez amigo de la familia de clase media apropiadora, difundió la idea de la venta de los menores por parte de sus padres biológicos. Se comprobó que era falso. Luego de que la historia se difundiera en un diario nacional, la menor de 11 años —con quien conversé telefónicamente— regresó a su hogar. La beba aún continua en los brazos de sus raptores.
El caso no llegó a estremecer a los productores de los canales de televisión pues corrían las semanas previas a las elecciones presidenciales y el robo de niños se asociaba a los hijos de Ernestina Herrera de Noble.
El episodio vinculaba a las autoridades provinciales, y sus padres no tenían el suficiente carisma para ser televisados al país entero. Miserias de la profesión. La historia continuó ante la indiferencia general. El caso demostraba que, con algún contacto policial y judicial, unos pesos y ser un caradura, cualquiera en este país se roba un niño. También era un botón de muestra de los problemas que conllevan adoptar legalmente en la Argentina y la locura que genera el fin de la privacidad por desear difundir fotos en las redes sociales. Los apropiadores delataban, sin darse cuenta, el delito en Facebook y mostraban fotos de sus “nuevas hijas”.
Elefante Blanco fue la crónica con final anunciado. Durante semanas sus habitantes intentaron ser escuchados por los productores de noticias, pero la historia “no pegaba”. La única solución que encontraron para hacerse oír fue cortar la Avenida General Paz. No es correcto, pero en un país que no escucha fue la única posible forma de volverse visibles.
“Vayan a la legislatura”, les dije. “Pero no tenemos ni para viajar”. Al cortar la avenida al día siguiente, los canales se hicieron presentes. Un productor de un canal de noticias me contaba que sentía vergüenza ajena por el desempeño de un movilero que relataba los hechos descontextualizándolos y criminalizando la protesta social. En medio de la batalla campal entre Gobierno y Clarín, la noticia perdió difusión pues, los medios oficialistas, contaron el hecho como un reclamo a Macri sin darle una mayor trascendencia y, al levantarse el corte, los otros, se fueron a sus casas.
Esa semana, visitó nuestro un programa de radio —que conduzco junto a Sebastián Turtora— una stripper argentina que reside en Chile, la cual cobró fama por realizar shows en los boliches trasandinos en donde se realiza “sexo en vivo”.
La breve nota terminó con un toppless que se esparció como un río de agua dulce y aun no se conoce en donde desembocará. Los oyentes no perdonaron la discreción en el último día del año y criticaron sin cesar la ocurrencia. Los productores hicieron sonar los celulares del programa pidiendo las fotos. Los diarios que no querían saber nada con Elefante Blanco quisieron conocer las imágenes de la stripper. Los lectores se multiplicaron y aquello que una imagen vale más que mil palabras se cumplió otra vez. Pero no fue la foto de los chicos revolviendo la basura bajo un cartel de la Fundación Madres de Plaza de Mayo, ni las ratas muriéndose entre las basuras lo que impactó. Fue una stripper. Despampanante, por cierto.
Luis Gasulla
Twitter: @luisgasulla