Alemania hace casi 70 años era un país devastado, con sus industrias arrasadas, derrotado en una guerra mundial, ocupado por las fuerzas vencedoras en esa contienda, dividido en dos países con regímenes políticos totalmente opuestos.
Hoy, casi 70 años después, constituye un modelo de país democrático, una verdadera potencia económica mundial que prácticamente rige las políticas de la Unión Europea y es uno de los referentes mundiales. Un país que debió reconstruir un verdadero régimen democrático e reinventar sus instituciones rectoras después de la guerra.
Contrario sensu, la Argentina, un país con inmensas riquezas, se encontraba dentro de los seis o siete primeros puestos en el ranking mundial y se perfilaba potencialmente como un firme competidor de los EE.UU., que, más o menos en el mismo lapso, sin haber sufrido el flagelo de la guerra ni ocupación extranjera alguna, emprendió un persistente y franco retroceso en muchas de sus características y parámetros socioeconómicos compitiendo ahora con los países más atrasados y postergados del mundo.
Su sistema democrático es —actualmente— simplemente un ropaje, un verdadero disfraz que oculta un sistema absolutista, autoritario, corrupto y absolutamente ineficaz e inoperante.
Casi es una pregunta que puede considerarse tonta u obvia. ¿Por qué dos personas que tienen cargos similares en países democráticos, independientemente del sistema político imperante, y de sus responsabilidades de sus cargos, enfilan a sus países en rumbos tan diferentes, Alemania cada vez más ascendente, la Argentina en franca caída libre.
Evidentemente, las causas de nuestro continuo retroceso son múltiples y son atribuibles a los sucesivos gobiernos que se acontecieron a lo largo de este lapso, y se podría escribir un voluminoso libro al respecto.
Pero hay un periodo gubernamental que se lleva los laureles al respecto: la dinastía de los Kirchner. Es la frutilla del postre de la asombrosa declinación argentina.
La intención no es enumerar la verdadera montaña de errores, torpezas, falsedades, actos de mala fe y corrupción superlativa de esta dinastía, ya que prácticamente figuran en la mayoría de los artículos de quien escribe. Simplemente, se trata de exponer un solo ejemplo que habla por sí solo.
El presidente alemán, Christian Wulff, renunció a su cargo por unas vacaciones que habrían sido pagadas por amigos y un préstamo personal en condiciones muy ventajosas, también otorgado por un allegado, que hacen sospechar y entrever un tráfico de influencias y un intentó de acallar un medio que publicaba el hecho.
En el momento de presentar su renuncia manifestó “el país necesita un presidente que pueda superar los desafíos nacionales e internacionales, y que goce no solo de la confianza de una mayoría, sino de una amplia mayoría. Yo no cuento más con esa confianza.” También dijo “ser sincero en sus dichos y reconoció sus errores” y que “Estoy convencido de que (las investigaciones) conducirán a un total descargo (de mi persona)”
Wulff era apoyado por la canciller Angela Merkel y el oficialismo. En síntesis, renunció por haber dañado la credibilidad política.
Si se intenta comparar el caso del presidente alemán con nuestra presidenta, la Sra. Cristina Kirchner, rápidamente dejaríamos de lado el intento, y al mismo tiempo, nos mataríamos de risa (o lloraríamos profundamente acongojados) por lo absurdo de la idea.
No es necesario enumerar las múltiples sospechas de desenfadada y escandalosa corrupción de los Kirchner y la cantidad de denuncias al respecto. No solo ello, sino la protección oficial a través de la manipulación de la Justicia, producto de la enorme cantidad de denuncias de mal desempeño de sus amigos, funcionarios y colaboradores.
En un poco más de un año en el cargo la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, ya separó seis de sus ministros por falta de ética política o denuncias y sospechas de corrupción.
Creo que para el lector es simple llegar a una conclusión por qué estamos en caída libre.
Alfredo Raúl Weinstabl