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El matrimonio de la ruptura y la continuidad

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TODO CAMBIA PARA QUE NADA CAMBIE
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 Marcel Proust, el notable escritor de En busca del tiempo perdido, solía decir: “Un libro es un inmenso cementerio, en donde el nombre de las lápidas se han borrado”.

 

 La frase revela la complejidad de las ideas que son tributarias siempre de un entretejido de aportes de otros. En este caso, la lápida es conocida. La idea que el gobierno de Kirchner implica una convivencia entre la continuidad y la ruptura es del ensayista y periodista Alejandro Horowicz quien la expresó en el programa “El tren” que se emite por AM 740 Radio Cooperativa conducido por el periodista Gerardo Yomal y el autor de esta nota. A partir de ese disparador es interesante reflexionar sobre el matrimonio inestable que se produce entre un pasado traumático, la ruptura parcial con el mismo y un futuro incierto.


La ruptura

 

 El hecho central de la ruptura con el pasado está expresado en las jornadas del 19 y 20 de diciembre. En esos dos días, como en todos los hechos que le ponen una bisagra a la historia, se exteriorizó un corte que puso fin a treinta años de retrocesos iniciado en el Rodrigazo, en la liquidación del modelo de sustitución de importaciones que manifestaba síntomas de agotamiento, pero que aún en su debilidad fue necesario reducirlo en forma brutal y despiadada con “desapariciones” y campos de concentración. Los restos sobrevivientes del modelo le estallaron a Alfonsín con la hiperinflación. La herida que este traumático hecho produjo en la memoria colectiva fue de tal magnitud que facilito la instalación del modelo de economía abierta y privatizaciones apoyado en la viga maestra de la convertibilidad, que perduró insólitamente diez años con la aquiescencia de victimarios y víctimas.

 El estallido final fue brutal, con la explosión de la acumulación de desaciertos añejados durante una década. La crisis superó en profundidad a la de 1930. El sistema político implosionó y desembocó dificultosamente en las elecciones del 27 de abril, de la que surgió un cuasi empate entre la continuidad y la debilidad, en un escenario surcado por el “que se vayan todos” Solo en el frustrado ballotage las encuestas reflejaron el poderoso rechazo de la sociedad hacia la continuidad corporizada por Carlos Menem.

 Kirchner recogió con su debilidad y sus limitaciones, pero con fina intuición, el cambio escrito en las calles con los pies movilizados y su treintena de muertos.

 La economía quedó subordinada a la política y las víctimas encontraron que las puertas de la Rosada se abrían. El lenguaje floreció con conceptos olvidados: equidad, justicia, distribución del ingreso, deuda interna, derechos humanos, remoción de la Suprema Corte, limpieza en las fuerzas armadas y de seguridad, confrontaciones verbales y algunas concretadas favorablemente con los poderosos, negociación dura con los Organismos internacionales, apertura de ramales, aumentos de las remuneraciones como cambio de tendencia, restablecimiento de la legislación laboral.

 En una fulgurante alquimia, el presidente elegido con el 22% pasó a ser acusado de tendencias hegemónicas.


La continuidad

 

 En estos diecinueve meses, el gobierno se distanció y finalmente se acercó a una red inmovilizadora constituida por el aparato político de la Provincia de Buenos Aires y de los variados feudos provinciales. Fruto de la devaluación y de excepcionales condiciones transitorias del mercado internacional, se ha producido un fenómeno de sustitución de importaciones y generalizado mejoramiento de las economías regionales. Pero el inequitativo sistema de distribución del ingreso sigue intacto y se corre el riego cierto que este tiempo difícilmente repetible se desperdicie sin crear las bases de un nuevo modelo que no esté basado exclusivamente en el tipo de cambio y en los precios ventajosos de los productos primarios exportables. El gobierno propone un esquema de capitalismo nacional pero no cuenta con los actores e instrumentos y no actúa para ir reemplazando lo que falta. No reconstruye el Estado que sustituya una burguesía nacional casi inexistente que, cuando ocasionalmente aparece, manifiesta una mezquindad apabullante.

 Al gobierno ni se le ocurre implantar un nuevo sistema impositivo que mejore significativamente la distribución del ingreso para reconstruir el mercado interno. O apropiarse de la aduana para que no sea un colador donde perece un tipo de cambio competitivo de tres a uno. Ni desmantelar el enclave neoliberal del Banco Central que sostiene bancos obesos con Pymes anoréxicas de créditos. Mucho menos, profesionalizar y eficientizar el Estado para que controle, regule y actué activamente en el mercado. Ni discutir un modelo industrial con especialización en áreas básicas que equilibre la primarización de la economía y vaya abriendo la puerta para que ingresen los excluidos.

 La pobreza, la indigencia, el hambre, las neuronas perdidas en las infancias miserables, no pueden esperar la resolución de negociaciones internacionales. Los superávit fiscales y comerciales acumulan reservas, mejoran los índices macroeconómicos, pero no dispersan las pesadillas en que están sumidos millones de argentinos.

 Las cañerías se han vuelto a llenar provisoriamente de agua pero como no se aumentan las canillas, los beneficiarios siguen siendo fundamentalmente los mismos. Por eso hay pequeños enclaves nacionales que parecen habitados por ciudadanos del primer mundo.

 Belindia, la existencia de por lo menos dos países en uno, es un atentado a la justicia y un impedimento severo para iniciar la marcha hacia un país más integrado.

 El gobierno tiene grandilocuencia en las palabras y pequeñez en la asignación de las partidas. Por ejemplo: los ferrocarriles necesitan fuertes inversiones porque su deterioro es incompatible con su capacidad de transporte en condiciones dignas y modernas. Lo destinado a su recuperación es una limosna. Y esto se traduce en cada uno de los temas a tratar y solucionar desde ciencia y tecnología a obras públicas.

 Incluso la negociación de la deuda externa, aunque esto no puede imputarse al actual gobierno, concluirá en el mejor de los casos con un monto remanente similar al consignado al momento de declararse el default.

 Las denuncias sobre circuitos de corrupción con beneficiarios más concentrados que durante el menemismo es silenciado por los medios que reciben poderosas presiones del gobierno. Este a su vez, se sume en un profundo y pesado silencio, que abre enormes interrogantes sobre la verosimilitud de las mismas y pasan a constituir un lazo de continuidad con el pasado y un condicionamiento cómplice poderoso para la dilucidación del enriquecimiento ilícito de los beneficiarios de la década denostada.

 En este escenario político, el gobierno carece de una oposición política real. Su verdadera oposición es la realidad.


El matrimonio de la ruptura y la continuidad

 

 Este matrimonio condiciona la suerte histórica del gobierno de Kirchner. La continuidad no le asegura el apoyo del establishment que desconfía de sus discursos y procedimientos, muy lejos de las alfombras rojas desplegadas en épocas recientes.

 Es cierto también que, en la misma sociedad la fragmentación de la derrota y el retroceso bestial de décadas acentúan las prácticas y actitudes conservadoras lo que vuelve incierto el resultado final de la convivencia antagónica.

 El gobierno le rehuye a la movilización y al debate, la alternativa para avanzar y crear una base de sustentación sólida y no la precaria de la opinión pública. Se recluye en su círculo íntimo y minúsculo, que además está surcado por miserias incompatibles con la magnitud de los problemas de cuya resolución depende la vida o la muerte de millones de argentinos.

 Cuando el peso de la situación se vuelve demasiado apremiante esboza proyectos mágicos que en días se diluyen como un helado al sol.

 El 19 y 20 de diciembre, más allá de las intenciones e intereses que se movilizaron, fue el fin de un ciclo, como el 17 de octubre de 1945 y el 29 de mayo de 1969.

 En el camino quedaron desactivadas algunas de las creaciones originales de aquellos días. El gobierno, justo es reconocerlo, refleja en sus rupturas lo mejor de aquellos días. En sus continuidades, quedan expuestas sus limitaciones y las de una sociedad más dispuesta, en muchas de sus franjas, a disfrutar la salida de los abismos de la crisis que de consolidar la recuperación.

 Como consecuencia de los idus de diciembre, la opinión pública manifiesta un creciente hartazgo con los organismos internacionales, un descreimiento crítico hacia las catedrales de los noventa que fueron los bancos, una irritación sostenida sobre la prepotencia y arbitrariedades de las privatizadas, una reconsideración positiva sobre el Estado y la necesidad de su presencia activa y una posición más crítica sobre le entronización del mercado como una deidad.

 Estamos como Marcel Proust “En busca del Tiempo Perdido”. Si no se lo encuentra, o se lo desperdicia más allá de circunstanciales euforias, será sólo tiempo perdido. Y en ese caso “La historia no nos absolverá”.

 

Hugo Presman

 

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