Lo que alguna vez fue considerado como una virtud, a la salida de la gran crisis de 2001-2002, empieza a convertirse para la Argentina en un enorme signo de interrogación que proyecta una tendencia de incertidumbre tanto para el desarrollo de la economía como para el futuro político-institucional del país.
Aquella virtud consistió en recuperar la autoridad del Estado nacional frente a la dispersión del poder repartido en cuotas entre gobernadores provinciales, que terminaron en una guerra abierta por las migajas de un modelo que se derrumbaba. Por cierto que eso fue "bien" aprovechado por el sector financiero.
Nueve años después de aquel momento "fundacional", la situación parece inversa: el país se asemeja cada vez más a un organismo con una cabeza macrocefálica y un cuerpo que enflaquece y empieza a dar señales de que no soporta el peso del centralismo nacional. En los últimos días se prendieron varias luces amarillas en este sentido.
La señal más intensa se origina en la provincia de Buenos Aires, cuyas finanzas padecen seriamente la ausencia de una ley de coparticipación actualizada. Pero también otras provincias ven peligrar las economías regionales, ante decisiones del Gobierno nacional que tienen por objetivo preservar sus propias arcas. Así, esta semana se repitieron escenas de desasosiego en provincias como Tucumán, La Pampa y Santa Cruz, donde diversas empresas quebraron o suspendieron a sus trabajadores porque se les hace muy difícil colocar la producción o padecen la falta de insumos que provocan las restricciones a las importaciones.
Scioli en la mira
Por cierto que el centralismo económico tiene derivaciones políticas. Un ejemplo concreto lo ofrece la dependencia financiera que Daniel Scioli tiene de Cristina Kirchner. El gobernador es, hoy por hoy, el único dirigente de peso en el peronismo que se encuentra en condiciones de suceder a la Presidenta en 2015. Pero Scioli tendrá que superar primero la "maldición" de la provincia de Buenos Aires: ninguno de sus gobernadores llegó a la Presidencia por medio del voto popular. Más que a cuestiones esotéricas, esto se debe a que es el distrito más importante del país, pero también —por lejos— el más difícil de gobernar.
Por ende, la exposición de un gobernador bonaerense es similar a la de un presidente. Y debe enfrentar en muchas ocasiones noticias negativas: sin ir más lejos, en los próximos días Scioli tendrá que lidiar con un paro de trabajadores estatales enojados por el pago del medio aguinaldo repartido en cuatro cuotas.
Desde que Scioli blanqueó su ambición presidencial, Cristina no le da respiro. Por eso fue especialmente comentado en la Casa Rosada el elogio que la mandataria dedicó al gobernador de Salta, Juan Manuel Urtubey, por la eficiente administración de los recursos, que contrapuso —sin mencionarlo— al "caso bonaerense". Por si alguien no se había dado cuenta de que se refería a Scioli, luego habilitó al vicepresidente Amado Boudou para que criticara a la administración bonaerense. Lo mismo hizo el ministro de Economía, Hernán Lorenzino, cuando anunció el envío de 1.000 millones de pesos de asistencia financiera a La Plata.
Los límites de Moyano
El escenario político queda reducido, así, a las alternativas de la interna peronista. La cadena de desencuentros entre sus principales dirigentes a esta altura es larga: un nuevo eslabón fue colocado por Hugo Moyano, con la más pura lógica de la demostración sindical, cuando marchó a a Plaza de Mayo. Allí lanzó durísimas críticas a la Presidenta. Pero no terminó de dar un paso decisivo hacia la ruptura. El jefe de la CGT, que buscará la reelección en los próximos días, evitó quedar asociado con los "caceroleros" porteños, con lo que desvirtuó las acusaciones sobre supuestas intenciones destituyentes.
Esas prevenciones que mostró el jefe Camionero, en las que influyeron dirigentes como Julio Piumato, lo dejaron no obstante embretado de cara al futuro, porque la concentración se agotó en los márgenes de su propio sector sindical. Habrá que ver si Moyano busca ampliar ese espectro con el devenir de la contienda. La Casa Rosada volvió a teñir su interpretación de los hechos con la lógica del complot. La exteriorizó cuando el canciller Héctor Timerman vinculó la destitución de Lugo en Paraguay a la realidad argentina. Y la Presidenta conceptualizó la idea al hablar de una nueva categoría política a la que definió como "golpes suaves".
Sin embargo, la situación paraguaya poco tiene que ver con la realidad argentina. Aquí, el Gobierno cuenta con una mayoría parlamentaria considerable. Y su fortaleza política es tan notoria que, en rigor, los problemas se originan últimamente por el arrastre forzoso que tracciona su propio peso. De esta situación pueden dar cuenta las provincias y las empresas que entraron en zona de crisis. Pero también los trabajadores, que en las últimas elecciones votaron ampliamente a la Presidenta. Por eso habría que repensar los roles de la "fábula del escorpión" que asignó la Presidenta en los últimos días.
No sea cosa que, en los hechos, el centralismo kirchnerista termine siendo, paradójicamente, el factor determinante de la declinación del "modelo".
Mariano Spezzapria
NA