Una más de las paradojas de la naturaleza humana, es esa especie de peligrosa dualidad contrastante y muchas veces espantosa e inconcebible para el propio Homo, que se traduce en mansedumbre y agresividad latentes en cada individuo y que en un mal ejemplo se puede comparar con el “hombre y la bestia” de la novela se Stevenson. Sin embargo, aquí no existe bestia alguna, sino el hombre solo.
Claro está que, en el ser humano existe realmente la herencia acopiada a lo largo de la evolución de lo bestial del reptil y de la serie de mamíferos primitivos que dieron origen a la rama de los homínidos. Es como si existieran dos cerebros en cada individuo, y algunos investigadores efectivamente sostuvieron que es así, y dividen la masa encefálica en cerebro antiguo, ubicado en las capas inferiores, sede de todos los instintos primitivos y bestiales, y el neocerebro noble y censor, identificado con el neocortex o capa superior. El primero como producto de la etapa evolutiva arcaica, el segundo de la reciente.
Otros van más allá y hablan de un cerebro “trino”, compuesto de un “complejo reptiliano” en la zona más profunda, un “sistema límbico” que lo rodea, y el neocórtex superior, de modo que el cerebro humano en este caso se puede comparar con tres computadoras biológicas en interconexión. Cada uno de los tres cerebros derivan de determinada etapa evolutiva. (Según Paul D. Mac Lean de la universidad de Toronto).
Aceptemos por el momento la hipótesis de los dos cerebros que explica bien las contradictorias manifestaciones del Homo sapiens.
Los “dos cerebros” están latentes y activos por turno; todo depende de las circunstancias que franqueen el paso para actuar uno u otro. Sin ser dos conciencias o unidades de juicio que sabemos no pueden coexistir, se trata realmente de dos naturalezas en una. El “manso cordero” puede transformarse de pronto en fiera acorralada, en un huracán desatado y devastador, en una máquina de matar, y aquí está el error de la naturaleza (si es que podemos atribuir errores a algo inconsciente). Lo que fue útil para nuestros ancestros, las feroces bestias, es decir la agresividad, la ferocidad, hoy es un estorbo para esta máscara de conducta que llamamos civilización.
Cierto individuo manso en su hogar, en su lugar de trabajo, en la calle, puede convertirse de pronto en un verdadero vándalo destructor si es arrastrado por una muchedumbre enardecida, ya sea con justa razón, con prejuicios, fanatismo o errores de interpretación de los hechos.
Los linchamientos, las revueltas, los asaltos en masa, saqueo y violaciones, obedecen a este tipo de transformación del “hombre manso” en “bestia desatada”.
La agresividad reptiliana y posreptiliana se manifiesta también en el ámbito intelectual además del práctico. Los autores intelectuales de las guerras, conductores civiles o comandantes militares, no hesitaron jamás, a lo largo de toda la historia humana, en lanzarse a la aventura de la matanza y la destrucción, arrastrando a las poblaciones hacia acciones bélicas que muchas veces no eran sentidas como propias de ellas, ya que no obedecían a defensas territoriales o de las familias.
El hombre en general es belicoso por naturaleza y una vez desatado este instinto en el frente de batalla, toma muy a pecho su misión de matar. Así es como seres otrora pacíficos, bonachones, incapaces de empuñar un arma ni utilizar las manos para la agresión, una vez enfrentados con el “enemigo”, matan a diestra y siniestra a otros seres iguales, muchos de los cuales en tiempo de paz y conocerse, podrían ser los mejores amigos capaces, incluso, de salvarse mutuamente la vida en un acto de arrojo.
Los “enemigos” enfrentados representan de este modo una ridícula y lamentable paradoja: ¡enemigos a muerte en circunstancias de guerra en el papel de soldados, y potenciales amigos entrañables en tiempos de paz!
Ha habido infinidad de casos en que en los frentes de batalla, durante las treguas, los soldados ”enemigos” (según el concepto de los generales) se dieron la mano, comieron y fumaron juntos, para luego separarse ante la orden de nuevo ataque y continuar matándose.
Mi padre que fue soldado obligatoriamente en el frente de batalla durante la primera guerra mundial, ha sido fiel testigo y actor forzado de estos hechos y me los ha narrado repetidas veces con toda fidelidad.
Pero la paradoja mayor es que, en tiempos de paz, la calma social no suele apreciarse en su justo valor como un bien caro, y se cae fácilmente en la guerra antes de insistir en la diplomacia para solucionar conflictos. Más en tiempos de guerra avanzada, ante el horror de los millones de muertos y la destrucción de ciudades enteras, el hambre y las epidemias, se suspira por la paz.
Pacifistas y guerreros se reparten en dos bandos, pero las paradojas prosiguen y muchos pacifistas, en determinadas circunstancias, se transforman en beligerantes en otras, como ha ocurrido a lo largo de la historia.
Corolario: Es imposible que haya existido una creación por parte de un ser pacífico suma perfección, al ver aún hoy día cómo está el mundo.
Ladislao Vadas