Fue la marcha más política, organizada y masiva que enfrentó el kirchnerismo desde el 25 de mayo del 2003, fecha en que nació formalmente. El 18 de abril se vivió una de las jornadas más alegres y tensas, a la vez, de la historia reciente argentina.
En Plaza de Mayo existía una bronca contenida en el ambiente, un deseo de que explote todo que se apagó por la propia contención de miles de argentinos distintos, pero iguales, que cantaban, saltaban, bailaban y debatían entre todos.
Las consignas ingeniosas, los carteles contra los “chorros”, las figuras que representaban la Justicia violada, el humor contra el autoritarismo, los reclamos a los medios cercanos al Gobierno, los chistes a los nuevos ricos y el himno argentino que se gritó con furia, lágrimas, gritos y amor en cada plaza de la Argentina.
Los dirigentes opositores divisaron que el jueves que se fue hace un par de horas podía juntar a más gente que el 13 de septiembre e incluso que el 18 de noviembre, y se subieron al furor popular. Algunos fueron oportunistas con ideales, otros intentaron, desesperadamente, obtener algún beneficio personal que los dejase mejor parados de cara a las próximas elecciones legislativas.
En las consignas y en el discurso, no hubo lugar para los tibios. Por esa razón hubo dos grandes ganadores que estuvieron presentes en el inconsciente colectivo —esto es, repitieron sus consignas, sus denuncias y sus luchas, tal vez, sin saber que lo hacían—. La sociedad reconoció a Jorge Lanata como símbolo del periodista que investiga la corrupción en un país en que pasa de todo, pero en que nada cambia. Y en el terreno político, la “loca”, la menos votada, la humillada desde hace años por gran parte de los medios —unos por convertirla en “la denunciante crónica”, y otros por utilizarla para escuchar lo que ellos no se animan a decir—, sintió que era su noche, la de la revancha. Elisa Carrió debe haber sido, sin dudas, la política más ovacionada por los que la vieron caminar por las calles que rodean al Obelisco. Otros dirigentes, con más votos, pasaron desapercibidos. Y unos pocos opositores, ni siquiera, se animaron a transitar entre la gente.
El Gobierno los ninguneó, minimizó la marcha y los periodistas cercanos al poder se ocuparon de la agresión al equipo de Télam. Extraña paradoja, la solidaridad para los medios, como para la Presidenta, es selectiva.
Noté que había jóvenes dispuestos a tirar las vallas que dividen a la Plaza de Mayo en dos (una parte: inexpugnable, prohibida y la otra de todos) y buscaban vaya a saber qué. Otros manifestantes los intentaban hacer entrar en razón, pero la actitud intransigente de los desaforados resultó llamativa. Eran pocos y no encontró eco en nadie. ¿Infiltrados? Es posible.
La escena de las escalinatas del Congreso de la Nación recordó la noche del 28 de diciembre del 2001, cuando Adolfo Rodríguez Saá sintió que su propio partido le estaba abriendo la puerta para que se vaya de donde estaba. Su presidencia duró un suspiro. Hoy da cátedra de República como si hubiese bajado de una nave espacial, recién llegado de Marte, para aleccionar a los terrícolas.
Las canciones de La Cámpora fueron resignificadas con letras que hablaban de corruptos, Fariñas y Karinas. La marcha demostró que no existe un tope a la “masividad” y que los dos millones y medio de anoche pueden multiplicarse.
El Gobierno también demostró que los tuits de su líder son su guía que tiene un final cantado: inmolarse. El problema es que nada es gratis en la vida. Y si nadie da el brazo a torcer, la historia puede tener un final feliz pero, en el medio, habrá un tránsito a los golpes. Esto es solo el comienzo.
Luis Gasulla
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