Hace pocas horas me sumé a la caprichosa lista de “víctimas de la inseguridad”, esa poderosa fuerza invisible que puede destruir una vida (o varias) en segundos y por la que nadie se hace cargo en lo que llamamos Argentina. Fue en Boulogne, en San Isidro, cuando dos muchachos -uno de ellos armados con el revolver a la vista- se avalanzaron sobre mi volkswagen Gol (digo un Gol y no un Mercedes Benz). Entraron, desesperadamente me pidieron mi teléfono celular que me habían regalado mis padres (le pedí el chip y accedió), el dinero que tenía (104 pesos, hay que ir con poco encima) y empezaron a revisar el auto.
Eran pasadas las diez de la noche, iba a casa de un amigo, y de pronto tenía dos tipos que no eran amigos míos arriba del coche. Genial. Todo en una secuencia de 3 a 4 segundos. No te lo esperás, al principio pensás que es una joda pero cuando no reconocés a los jodones, la realidad te cae como un piano en la cabeza. Ahora, No voy a caer en la descripción prejuiciosa y criminalizadora de cómo eran los ladrones. Eran dos chorros de la Argentina año 2014. Y punto.
A mí me sentaron atrás y ellos dos se quedaron adelante. Uno revisó la guantera como un mendigo al que le acaban de regalar un sandwich de jamón y queso, se llevó mi reproductor de mp3 Made in China (o Taiwán, o Hong Kong, vaya a saber uno de que país era) y el conductor arrancó. Como se imaginarán, no era corredor de fórmula 1 y de milagro no chocamos, ni tampoco me rompió la caja de cambios importada, que es carísima en este país del dólar a 8 pesos con 2 centavos a tasa oficial.
“Flaco, vos quedate calladito, no hablés, no te hagas el piola que te quemamos”, me amenazó uno. El otro me revisaba los bolsillos de mi bermuda. En uno quedaba un condón; siempre hay que estar preparado para la batalla-. ¿Esto qué es? Me pregunta el copiloto, con el dorso del lado de atrás. “Un condón”, le respondo. “¿Qué es un condón?”, me dice. “Un condón, para cojer… Un forro, le aclaro”. “Ah, un forro”, asiente sonriendo. Monedas apenas tenía al lado de la caja de cambios. Y poco más. El auto es el auto, no una oficina. ¿Qué esperaban?
-¿Tenés anillos?
-No
-¿Pero no sos casado?
-No -
¿Pero tenés hijos? -Todavía no. No tengo con quién…
-¿Y collares? Seguro que tenés, razonó uno de los delincuentes.
-No -¿Reloj? -Tampoco, contesté. Resulté ser un mal asaltado. Es que la ostentación es sangre para tiburones. ¿Para qué querer mostrar algo que uno no es? Sin máscaras, hasta los delincuentes se dan cuenta quién es uno.
“¿Vos a qué te dedicas?”, interrogó el ‘acompañante’. “Soy periodista, soy un trabajador, ya ven”, contesto. Por eso les pedí el chip del teléfono: la agenda vale oro para cualquier periodista.
El chofer, a lo loco, da vueltas y vueltas por Boulogne, Beccar, Acassuso… Vuelve a Boulogne, después se mete en la Autopista Panamericana Ramal Tigre, se baja… Siempre escapaba de los patrulleros. “Nosotros estamos jugados, sabés. Vos no digas nada que si nos matamos nos matamos los tres”, repitió al menos tres veces ese chamuyo para paralizar a la presa a través del miedo. Su cómplice, de pronto, se sienta atrás, al lado mío. Apuntándome con el arma (no soy Enrique Sdrech, no tengo ni idea qué calibre era) a la altura de hígado. Justo yo que venía de una limpieza hepática.
“¿Vos dónde vivis?”, me interroga el conductor mirándome por el espero retrovisor, nuestro medio de comunicación. “Soy de Capital”, contesto lacónico. Todavía no conocía su plan, si su idea era llevarme a mi casa y desvalijarla, secuestrarme o simplemente llevarme de gira por los cajeros de Zona Norte. De modo que no di más detalles. Mientras, seguíamos dando vueltas en círculo. No tenían ni idea por dónde íbamos. No sé si porque estaban drogados, o borrachos, o las dos cosas al mismo tiempo.
A las 15 cuadras de donde me ‘levantaron’, ya estaban perdidos. Vamos mal. “Diganme que quieren y yo voy a colaborar. Quédense tranquilos”, les prometí. El de atrás ya había entrado en “confianza” vio que yo no les iba a generar problemas, que solo quería resolver la situación de la forma más ¿conveniente? para todos. un poco de paz. El de adelante quería mostrar que el poder era solo suyo (¿les suena familiar eso a otra escala?) y empezó a preguntar si estábamos lejos de mi casa, si tenía computadora. Eso sí comenzó a joderme. Por lo que tuve que dar un golpe de timón: negociar otra cosa que le hiciera ver billetes en su mente y sentirse satisfechos en poco tiempo. Porque parecía que iban decidiendo qué hacer en función de las circunstancias.
“Miren, podemos ir a un cajero de por acá y se llevan el disponible que tengo de mi tarjeta de débito”, les propongo para distraerlos de la idea de ir a mi casa. Aceptaron. Y ya no hablaron más de ir en dirección a la Capital.
El problema reside en que desde la Panamericana, en dirección a Pilar, no se ven muchos cajeros hasta pasando Del Viso. El ladrón- chofer siempre atento a los patrulleros y los peajes. Que, como se imaginarán, los iban pagando con el dinero robado. Es decir, mi plata.
En algún momento aparece un Banco Santander de la mano derecha, bajamos de la autopista y estacionan el auto. “Decime la clave de la tarjeta”, me pide el líder. Se la doy, se la anota en la mano y baja solo. El otro asaltante me custodia en el coche, el cual no sabía si me llevaría de regreso a mi casa, o los llevaría a ellos… Al parecer, hace una primera extracción, se pone furioso, aparece otro cliente. Saca algo, pero me manda a llamar. El otro me viene a buscar y voy al cajero. Así saco el remanente de lo que el banco me permite sacar por día (3.000 pesos, no más, justamente por estas tesituras indeseadas de la Argentina 2014 después de Cristo) y los muchachos, al menos, tienen un monto que más o menos justifica la movida, según lo que pude interpretar. Se llevaron 3.104 pesos en una hora, sin golpes ni momentos de tensión.
Ya había pasado casi una hora. Yo estaba un poco mareado porque, con un conductor suicida así al volante, las ventanas bajas y en el asiento de atrás de un volkswagen coupé, mientras te apuntan con un arma.. No es un viaje de placer, digamos. Pero con el correr del tiempo, empezaron a confiar en mí y yo en que el asalto estaba cerca de su fin. ¿Se llevarían el auto? ¿Me plantarían en una villa sin un peso?
La clave, como si fuera un vendedor de agendas puerta a puerta, es generar pensamientos positivos en el otro -psicología de manual- y darles la sensación que uno no es una amenaza para ellos. Visto de esa forma, ser asaltado no es una tragedia para temer de la forma que casi todos le temen y así estar dispuestos a cambiar su vida solo porque quizás, en algún momento, “me puede tocar a mí”. Uno puede estar rodeado de un incendio, pero si uno logra que su mente no se identifique con el fuego, uno no se quema.
De camino a José León Suárez -ese decían que era el destino de este asalto- por el Camino del Buen Ayre (¿por qué no lo iluminan bien de una buena vez, señores intendentes?) entramos en una conversación sobre la Policía.
-”Si nos persigue la yuta nos dispara a los tres y nos mata a los tres. No les importa nada”, asevera el cabecilla por el espejo retrovisor. “Sí la Policía está bien jodida”, digo yo. Y les pregunto: “¿Ustedes conocen a Luciano Arruga?. “No, ¿quién es?”, repreguntan. “Es un chico de 15 años que la Bonaerense desapareció hace cinco años. Se negó a trabajar para ellos como pibe chorro. Sigo el caso, quizás escriba un libro”, les cuento. “Ah, mira”.
En la fase final del robo, el delincuente que se sentaba a mi lado, en el asiento trasero, ya en un clima más “relajado” me dice que, “si voy a sacar algo de esto” en algún medio “que diga que él el fue uno de los 13 que se escapó del penal de Ezeiza hace poco. “Estuve 5 años adentro, ahora no me agarran más”, lanzó. Este no parece no ser un buen camino.
A los pocos minutos, el conductor-ladrón se corre a la banquina, me devuelven la billetera. “Nosotros somos ladrones buenos, de los viejos, con códigos. Cuidate que ahora los pibe están como locos y te queman por cualquier cosa. No se te ocurra pedirles el PIN que te disparan”, me aconseja el mandamás. “Gracias”, le ‘agradezco’. El otro me sonríe, me da la mano como si fuera mi amigo y se despide: “Vos te portaste bien, fue un placer trabajar con vos”. Enciendo el coche y vuelvo a mi casa. Se acabó.
Para finalizar esta crónica -escrita la misma noche de los hechos- voy a señalar algo que va a chocar de frente con la opinión de gran parte de la sociedad: estos dos muchachos que me asaltaron en Zona Norte son más víctimas que victimarios. Leyó bien: víctimas. En un mecanismo de las profundidades de su inconciencia, salen a robar para pedirle ayuda al mundo de forma desesperada. No han encontrado otra forma más efectiva, hasta ahora, de comunicar y hacer catarsis del tremendo dolor que sienten por las semejantes injusticias que muchos de ellos deben vivir a diario. Pensar lo opuesto es persistir en la acusación. Y la acusación es el primer eslabón de la escalada de violencia. Mientras se señale a los delincuentes como únicos culpables, la llamada inseguridad en la Argentina nunca se va a acabar, Insisto, estos muchachos son ‘consecuencia de’, no ‘causa de’. El Indio Solari dio una gran pista para entender toda esta locura en una entrevista a la revista Rolling Stone en 1997: “Si para ellos su vida no vale nada, ¿por qué la tuya si va a valer?”.
Crónica publicada originalmente en el blog de Diego Gueler.