Un amigo me comentó hace poco que un conocido suyo, con contactos en el gobierno nacional, le había dicho que el kirchnerismo estaba confiado en que lograría prolongar hasta el 2015 la cuenta regresiva de sus “bombas económicas”. Si esto es cierto, quiere decir que las reconocen y las usan deliberadamente. El gobierno estaría detrás de una renovación del financiamiento externo. Con esto buscaría una retirada más o menos decorosa, con la posibilidad de negociar impunidad y, en el mejor de los casos, volver en el año 2019. “Ellos no hacen estallar la economía, la deterioran de a poco con subsidios, corrupción, clientelismo….”.
Lamentablemente, más allá de la veracidad o falsedad de la infidencia, tengo que coincidir con la última apreciación. Según se ha visto en Venezuela y otros fallidos experimentos populistas, dicho sistema no lleva, por lo general, a una debacle repentina sino a un deterioro progresivo.
Y esto por varias razones: la dominación de la población es en el populismo económica más que policíaca; el nihilismo ideológico (que parece llegar desde Nietzsche pasando por Karl Schmitt y el posestructuralismo) permite cierto margen de maniobra pragmática a pesar del fanatismo; al tiempo que se alienta excesivamente el consumo aprovechando la capacidad instalada en desmedro de la inversión y el desarrollo a futuro, opacados además por la inseguridad jurídica y la corrupción. El populismo no consiste tanto en un intento fallido de desarrollo sino en el congelamiento y la degradación creciente de la estructura social. La población no choca con una crisis repentina, sino que cuando se va dando cuenta de su perdición (por lo general en forma gradual y sectorial) nota que su capacidad de reacción y auto-organización se ha visto muy disminuida.
El sistema cierra perfecto: el populista mayor deja una serie de bombas de tiempo cuyo conteo sólo se puede prolongar alimentando los factores de dominación que dan lugar a dichas inconsistencias (inseguridad jurídica, discrecionalidad, subsidios clientelares, gasto público descontrolado, corrupción estructural). Si cuenta con mucho dinero (como Chávez lo tuvo en Venezuela fruto del petróleo) y tiene cierta habilidad para construir poder, es probable que logre eternizarse en el Estado. De lo contrario, si el populista mayor fracasa (como parece ser el caso de los Kirchner en Argentina, aunque nada está dicho), la disyuntiva que se plantea es trágica. O bien asumirá un gobierno que renuncie al populismo y existirá la posibilidad de que las bombas económicas y el estallido social se desaten, o tomará el timón un “populista menor” y el deterioro seguirá con un poco menos de capacidad represiva y mayor desorden. En cualquier caso, el terreno estará preparado para un retorno del populismo mayor, sea de un signo igual o distinto que el anterior.
A diferencia del populista mayor, el populista menor no tiene un séquito de fanáticos ni una ideología clara. Carece de un espíritu y una vocación de corte totalitarios. Pero probablemente se trate de un personaje que, en pequeño, en el plano local, se ha manejado con los mismos criterios cortoplacistas, estatistas y antidemocráticos. Quizás sea alguien del riñón del populismo mayor que diga haberse distanciado del gobierno. Puede que, de acceder al poder nacional, se convierta en un populista mayor. Es la historia de Néstor Kirchner, quien manejó su feudo de Santa Cruz con un pragmatismo absoluto, adscribiendo al menemismo, para luego acordarse de su ideología “setentista” y “posmarxista” una vez al frente del Estado nacional.
Lo cierto es que en la alternancia entre populismo mayor y menor hay solo una diferencia de grados. En uno el comportamiento faccioso y la vocación totalitaria sobresalen, mientras que en el otro existe un funcionamiento más bien corporativo y oligárquico de operadores populistas asociados. El populista mayor implanta a gran escala y con suma potencia un sistema de control económico de la población, que se torna con el paso del tiempo también cultural. El populista menor se enfoca en aglutinar a un grupo de dirigentes de su misma clase, al mando de diversos feudos burocráticos con cierto grado de autonomía (provincias, agencias gubernamentales, sindicatos y asociaciones empresarias de tipo corporativo).
Hay en el populismo una tendencia pragmática y oligárquica, y otra fanática y totalitaria. La combinación de ambas es lo que pareciera permitir la consolidación de un sistema de poder estable y flexible, más allá de las luchas internas aparentes. Así como en el siglo XX la Argentina sufrió un largo deterioro económico, político y social fruto de la alternancia entre populismo y dictadura, en el siglo XXI parecería estar gestándose un nuevo equilibrio autoritario, en la forma de una combinación de populistas mayores y menores; de una especie de dictadura plebiscitaria y una oligarquía encubierta que tironean sin llegar a excluirse del todo.
Al ver sus posibilidades de triunfo electoral en 2015 muy restringidas, Cristina Fernández se acercó a algunos populistas menores (como Scioli o, más aún, el ahora omnipresente Capitanich), dándoles mayor visibilidad. Pero siempre dejó en claro su predilección por Kicillof (un adoctrinado y disciplinado militante de la facción ultrakirchnerista de La Cámpora), a favor de quien suele decidir las disputas o roces de egos y de poder. Capitanich y Kicillof encarnan la naturaleza ambivalente, a la vez fanática y oportunista, pero siempre autoritaria, del populismo.
El populismo explica, en parte, el largo deterioro de la Argentina durante el siglo XX. Y es difícil pensar que una sobredosis de la misma medicina pueda cambiar la historia. La “década perdida” del kirchnerismo, con un desenlace signado por la violencia, la pobreza y la inflación, lo deja muy claro.
La pregunta es, ¿cómo salir de la espiral decadente y autoritaria que nos propone el populismo? El estigma de La Alianza pesa en la Argentina, sirviendo a la mentira útil de que sólo los autoritarios pueden gobernar. Pero es preciso recordar que dicho gobierno no estuvo del todo exento de corrupción, que a De La Rúa le explotó una bomba económica gestada durante el populismo menemista, y que su compromiso con populistas radicales menores (que no casualmente luego se fugaron al kirchnerismo) anuló buena parte del aire renovador que insuflaba el FREPASO, su aliado democrático. Con lo cual, se trató de una mezcla rara, no del todo ajena al sistema imperante.
Es posible salir del círculo vicioso que plantea el populismo. Seguramente no será algo sencillo, pero debemos, por lo pronto, apostar por aquellos dirigentes y partidos políticos que demuestren funcionar por fuera de los esquemas y la falsa alternancia entre distintos tipos de populismo; por aquellos espacios que, aunque imperfectos como todo lo humano, se muestren realmente comprometidos con la democracia, los controles republicanos, la tolerancia y la transparencia. No será un cambio de un día para otro, fruto de la decisión de un líder; más bien consistirá en una confluencia de procesos de abajo hacia arriba, que muestren una forma de gobernar verdaderamente democrática, sustentada en un cambio cultural y moral tanto de la dirigencia como de la población.
Rafael Micheletti
Seguir a @rafaemicheletti