Hubo una contienda –acaso evitable, seguramente prosaica– entre comunicadores y panelistas, tan vehementes como irreflexivos, en clara oposición a las declaraciones del periodista Jorge Lanta respecto de la calidad de hombre o mujer de Flor de la V, actriz travesti de éxito y fama nacional. Algunos gestos innecesarios y el ruido de una cinchada política que parece atravesar todos los temas –nobles o vulgares– hicieron de este episodio un campo de debate efímero aunque generalizado. Víctimas de nuestro arraigado maniqueísmo, esta discusión también pareció obligarnos a estar a favor de uno y en contra del otro. Pulgar arriba o pulgar abajo son las escasas alternativas de una sociedad que mastica los debates con vértigo creciente, juzga de manera sumarísima al pretendido malo, enaltece (“banca”, “aguanta”) al supuesto bueno, y luego pasa velozmente al asunto que sigue: Messi o Maradona, Patria o Buitres, Lanata o Flor de la V.
Aquí no se pretende más que orillar el asunto de marras con el objeto de utilizarlo para analizar un tema acaso más profundo y preocupante: el arbitrario uso del lenguaje –a través de mecanismos de censura, auto-censura y corrección política– como modo de manipular el pensamiento.
Las palabras limitan nuestro entendimiento, lo moldean. Por su parte, el lenguaje va modificándose de manera espontánea a través del tiempo; palabras van adaptándose a nuevas épocas y nuevos interlocutores, otras perimen y pasan a ser extravagancias del diccionario. Las palabras son eficaces si nos sirven para comunicarnos y para pensar. Esto que parece una obviedad, sin embargo es obstruido por tendencias autoritarias que pretenden cambiar el significado a las palabras, con el objeto inmediato de cambiar conceptos, y el fin mediato de modelar el pensamiento.
Quienes hayan leído sobre el “esperanto” saben el fracaso que resultó la intentona de erigir un “idioma universal”. El lenguaje es acaso la institución más representativa del “orden espontáneo” que explican los escoceses (Ferguson, Hume, Smith) como producto de la mente humana, pero no del designio humano. Al igual que la moneda o el mercado, nadie creó el lenguaje. Las personas, aportando su conocimiento disperso y de manera no intencional, fueron formando palabras, conceptos y lenguas. El dejar fluir el lenguaje libremente es lo más adecuado si se pretende que éste se adapte y evolucione.
Sin embargo, nuestra época nos aporta preocupantes ejemplos de una tendencia constructivista, un autoritarismo lingüístico que, por demagogia o dirigismo, se propone vaciar de contenido a muchas palabras, para volverlas a llenar con significados intencionales.
En el caso que sirve como disparador (y sin exonerar algunos gestos innecesarios) si consideramos que la palabra «hombre» designa al “ser animado y racional de sexo masculino”, pues creo que nadie falta a la verdad si designa a un ser que reúna dichas características racionales y físicas como hombre. En otro apartado pueden discutirse las maneras o intenciones. Pero resulta intolerable que se obligue a hacer un ejercicio de imaginación forzoso para aceptar que un determinado concepto ha sido vaciado y vuelto a llenar, totalmente de facto. Además, esto presenta una complicación práctica: ¿derogamos la palabra «hombre»? ¿La modificamos para que signifique lo que cada uno desee que signifique (volviéndose un concepto incierto y por lo tanto inútil? ¿Qué podemos decir de los conceptos joven/viejo? ¿Puede un menor que se siente maduro (y que quizás lo sea) obligarnos a considerarlo un adulto? ¿Puede un anciano obligarnos a que lo veamos como un niño porque se siente como tal? Estos no son ni los únicos –ni los más importantes– ejemplos de arbitrariedad lingüística. Tampoco se trata de un fenómeno nuevo.
Borges, se expresó sobre “La hipocresía argentina” (Textos recobrados 1956-1986) enumerando algunos de nuestros eufemismos absurdos: “Un grupo de cambiantes militares se encarama al poder y nos maltrata durante siete años; esa calamidad se llama el proceso. Los terroristas arrojaban sus bombas; para no herir sus sentimientos, se los llamó activistas”. Luego, se encargó de ilustrar algunos ejemplos de eufemismos pomposos: un gremialista es el mote que se otorga a ciertos matones. Un ciego (como era él) es un no vidente. A los maestros se los llama docentes y a los porteros, encargados.
En la actualidad, sobran ejemplos de palabras y conceptos modificados a la fuerza. Palabras espantosas como «terrorista» se utilizan livianamente para catalogar a empresarios que por la crisis (o por la causa que fuere) deciden dejar de trabajar en el país. «Golpe de estado» se utiliza como mote para definir el proceso de un comerciante que eleva sus precios o un abuelo que compra dólares.
George Orwell, pintor de la más oscura distopía literaria: “1984”, y sabedor de la relación íntima de palabra y pensamiento, pone en manos del Ingsoc (arquetipo del estado totalitario) la creación de la “neolengua” que tiene como objetivo reformar y suprimir palabras, con el fin de limar el pensamiento. En el apéndice del libro nos cuenta que:
“La intención de la neolengua no era solamente proveer un medio de expresión a la cosmovisión y hábitos mentales propios de los devotos del Ingsoc, sino también imposibilitar otras formas de pensamiento”
Quien escribe defiende inexorablemente la libertad y la igualdad de derechos de cualquier ser humano, sin importar su raza, religión, orientación sexual y un sinfín de etcéteras que sólo son circunstancias individuales. Si la discusión sigue esa senda, me encontraré defendiendo siempre la libertad personal. Pero para eso no sólo es innecesario, sino que además resulta peligroso, obligar a las personas a modificar palabras y conceptos, oscureciendo su contenido y transformándolos en inútiles. El autoritarismo de la palabra allana el camino al autoritarismo del pensamiento. Dejemos que el lenguaje fluya sin cauces ni intenciones.