Hoy se cumplen 20 años de su muerte y sin embargo, la Madre Teresa y su obra monumental están más vivas que nunca.
El Papa Francisco la canonizó y la definió como “una luz que alumbra las tinieblas de los que no tenían ni siquiera lágrimas para llorar su pobreza y su sufrimiento”.
La Madre Teresa de Calcuta ya es santa pero en realidad siempre lo fue. Siempre admiré esa vocación infinita por darlo todo sin pedir nada a cambio.
Esa frase de darlo todo hasta que duela. Y si duele es una buena señal.
Una vez un periodista chicanero la toreó y le cuestionó su colosal tarea.” ¿Cuántos pobres y leprosos puede usted salvar? Tal vez sean apenas 100 y son y los pobres y los leprosos son miles y miles. ¿De qué sirve su esfuerzo? ¿Vale la pena? La Madre Teresa lo miro profundo desde esos ojos profundos y le contestó con sabiduría: “Estos son mis 100, ¿Cuáles son los suyos?”.
Andaba en sandalias, con un plato de arroz como toda comida diaria y no descansaba nunca. Un día lo contó asi:
“En 1952 pudimos abrir el primer hogar del moribundo. A mí me ocurrió el primer caso, el de una mujer tirada en plena calle. Se la estaban comiendo las ratas y las hormigas. Yo la llevé al hospital, pero no podían hacer nada por ella. Tuvieron que aceptarla, porque yo dije que no me marchaba de allí en tanto no se hiciesen cargo de ella. Después fui al ayuntamiento pidiendo me diesen un lugar donde meter a tales desgraciados, porque ya en el mismo día, había encontrado a otros que también se morían en mitad de la calle. El administrador encargado de la salud pública me señaló el templo de Kali, abriéndome el «darmashalah», lugar donde en otros tiempos la gente descansaba tras haber rendido culto a la diosa. El edificio estaba vacío; me preguntó aquel señor si lo quería. Yo me sentí contenta de poseer tal casa por diversas razones, particularmente porque era un centro de culto y de devoción de los hindúes. En veinticuatro horas condujimos allí a nuestros enfermos y lisiados. Desde entonces (y hasta principios de la década de 1970) hemos recogido por las calles de Calcuta más de veinte mil personas, habiendo muerto cerca de la mitad.
Uno de esos olvidados de la mano de Dios y del hombre, se arrastraba como podía para trasladarse, tomó la mano de la monja que lo cuidó durante toda la madrugada mientras volaba de fiebre. Al final le dijo una frase tremenda: “Toda la vida me trataron como un animal pero hoy de su mano muero como un ángel”.
Muchos le decían a ella “El ángel de los pobres”. Había nacido en un hogar de clase media en Albania pero se quedó a vivir y a morir junto a los que más sufren en el universo de la pobreza extrema en La India. Fue soprano en el coro de la escuela, profesora de historia y geografía y maestra en el arte de acompañar y enseñarles a leer a los que no tenían nada de nada. Sabía que lo suyo era una gota en el mar pero comprendía que el mar sin esa gota no sería el mismo.
Era y es la imagen de la solidaridad, del hacer el bien sin mirar a quien. Con esa túnica, un Siri blanco con vivos celestes, que son los colores de la Virgen María, esa mujer diminuta era capaz de mover montañas. En La India fue enterrada con todos los honores de estado y su féretro fue trasladado en el mismo carruaje que llevó los restos del Mahatma Ghandi y el Jawaharlal Nerhu. Es una bandera del voluntariado. Diseminó misericordia. Justo en el año de la misericordia, en 2016, el Papa Francisco la puso como ejemplo de la monja misionera que forma la iglesia y que sale a la periferia a atender a los que viven y mueren a la intemperie.
Fundó 758 centros de “Las misioneras de la Caridad”, 7 de ellos en la Argentina con casi 6 mil religiosos trabajando en 139 países. Esa figura pequeña y arrugada fue un espejo gigante y enérgico para el mundo que piensa en sus semejantes y ama a su prójimo como a sí mismo.
Se llamaba Gonxha Agnes. Todo un presagio. Gonxha significa pequeña flor o capullo de rosa. A los 18 años ya se había alistado en la orden jesuita de las hermanas de Loreto.
Siempre se entregó de cuerpo y alma a los más vulnerables, a los más frágiles a los que habían perdido hasta la esperanza. Fue de una austeridad más que franciscana. Se había despojado de todo menos de esa túnica que la identificó en todo el planeta. Tenía una templanza que la hacía de acero para soportar las más grandes inequidades que padece el ser humano convertido en un trapo de piso.
Es la primera santa que fue Premio Nóbel de la Paz. Había sido beatificada por Juan Pablo II y el milagro que le permitió convertirse en santa es que supo curar a un brasileño que tenía varios tumores cerebrales. Se llama Marcilo Haddad Andrino y estuvo en la ceremonia de canonización en la Plaza San Pedro. No hubo médico ni científico que pudiera explicar ese milagro que hizo la Madre Teresa.
Tenía su carácter fuerte y momentos de humor e ironía. Y una ilimitada vocación de servicio. No quiso parar nunca. Ni siquiera en los últimos años después de haber superado la malaria y cuando tenía que movilizarse en silla de ruedas. Atendía a chicos con polio y los con las enfermedades más terribles. Acompañaba a los moribundos para abandonar la calle hasta el último suspiro. Se movía en un ambiente muy complicado, muchas veces carente de limpieza y con el único recurso de su mano tendida y su corazón abierto. Dejó conceptos para tallar en piedra: “La mayor pobreza es la falta de amor” y “Si no puedes dar de comer a 100 personas, da de comer a una. Por algo se empieza”.
Una vez dijo que su amor era gratuito y universal, carente de ideología. Si no se hablar el idioma del pobre o el enfermo, por lo menos se sonreír.
Decía seguir las enseñanzas de Jesús. Vestir al desnudo, alimentar al hambriento y darle casa al desamparado.
Siempre fue Santa pero el Papa Francisco el año pasado la hizo formalmente Santa. Pero todos los desposeídos del mundo tuvieron y seguirán teniendo a este ángel de la guarda de los pobres. Ahora es su Santa Madre. De Calcuta y de todo el planeta Tierra. Hoy hace 20 años que murió pero vive eterna en el corazón de los humildes. Es el gran espejo de la solidaridad absoluta. De la entrega total.