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La caída en cámara lenta de Mugabe

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EL PODEROSO QUE LLEGÓ A SU FIN
EL PODEROSO QUE LLEGÓ A SU FIN

Cada 21 de febrero, Robert Mugabe se celebraba a sí mismo. Es su cumpleaños, feriado desde 2017. El rojo en el almanaque de Zimbabwe reza: Día de la Juventud de Robert Mugabe. Este año, a sus 93, el dictador más viejo del mundo, depuesto en cámara lenta después de 37 años en el poder, se agasajó a sí mismo como otras veces. La fiesta costó más de millón de dólares. No faltó nada: caviar; pato; langosta; mariscos; carne de elefante, búfalo e impala; bombones (preferentemente, Ferrero Rocher); champaña (no cualquiera: Moët & Chandon y Bollinger); whisky (tampoco cualquiera: Johnny Walker y Chivas), y un enorme pastel. Un disparate mientras la población está sumida en la más profunda pobreza.

 

El final de la era Mugabe, un golpe disimulado con el arresto domiciliario y la expulsión de su partido, la Unión Nacional Africana de Zimbabwe-Frente Patriótico (ZANU-PF), se debió a un error suyo: haber metido la cabeza en las fauces de El Cocodrilo, apodo del ex vicepresidente Emerson Mnangagwa, de 75 años. Era el único que podía hacerle sombra después de haber luchado como él contra el gobierno de la minoría blanca de Rhodesia, colonia británica hasta 1980. Mugabe lo echó el 6 de noviembre para consentirle el capricho de poder a su mujer, Grace, de 52 años. Las fuerzas armadas tomaron el control del país nueve días después. Y, ante la amenaza de una moción de censura en el Parlamento, Mugabe dimitió.

¿Por qué los militares de Zimbabwe negaron en todo momento que habían dado un golpe de Estado? Porque los inversores se muestran cada vez más reacios a poner su dinero en un país regido por los antojos de un dictador. Algo parecido ocurrió en enero en Gambia. Yahya Jammeh gobernó con mano de hierro desde 1994. Lo acusaron de violaciones de los derechos humanos, de restringir la libertad de prensa y de reprimir violentamente a los homosexuales. En 2016 perdió las presidenciales frente a Adama Barrow. Jammeh no lo aceptaba. Debió ceder ante la amenaza de una intervención militar. Sin un solo tiro, algo inédito en la historia reciente de África.

En el continente ha habido unas 200 asonadas, triunfantes y fallidas, desde la década del sesenta. No todas han tenido éxito. Nigeria, el país más poblado, ha sido administrado más tiempo por militares que por civiles en su medio siglo y monedas de independencia. Sólo ha sido superado, en cantidad de golpes, por Burkina Faso. La mala praxis política, sumada al descalabro de la economía, ha derivado en absurdos, como el billete de 100 billones de dólares de Zimbabwe, retirado de circulación en 2015. Al cambio, poco más de un dólar norteamericano, con una inflación de 500.000 millones por ciento.

Mugabe tenía una certeza: "Hasta que Dios me diga ven. Porque mientras yo siga con vida, voy a dirigir mi país". Esa certeza, pronunciada en 2016, es la misma de otros regímenes personalistas que dominan varios países de África minados por la desigualdad y la corrupción. Lastran toda esperanza de cambio a pesar del punto de inflexión que supuso Nelson Mandela en Sudáfrica, vecina de Zimbabwe. Entre los dictadores, ninguno llegó al extremo de practicar el canibalismo como Idi Amin Dada, autoproclamado presidente vitalicio de Uganda entre 1971 y 1979, pero algunos estuvieron cerca de imitarlo por otras vías.

El decano, Teodoro Obiang, cumple 38 años en el poder. Uno más que Mugabe. En 2010, Obiang ocupaba el octavo lugar en la lista Forbes de los políticos más ricos por haberse apropiado de los recursos petroleros de Guinea Ecuatorial. La población roza la pobreza extrema. Su país alcanzó en 2016 el puesto 135 entre los 188 del Índice en Desarrollo Humano de la ONU. Zimbabwe ocupaba el puesto 154. En 2017, un tribunal de Francia condenó en forma simbólica al hijo de Obiang, el vicepresidente Teodorín, a tres años de prisión por blanqueo de dinero y corrupción. Le perdonaron todo. Hasta una multa de 30 millones de euros.

En Zimbabwe, El Cocodrilo, acusado de deslealtad, acabó devorándose a Mugabe. La lucha entre Mnangagwa, autor de atrocidades durante los años de la independencia, y Grace Mugabe, apodada Gucci Grace y Dis-Grace (desgracia) por su propensión al despilfarro, llevaba meses. El ex vicepresidente, fiel a su mote, dirige la facción Lacoste del partido mientras Grace se recostaba en la Generación 40, la más joven. Sobre su marido pesan sanciones de Estados Unidos y de Europa por quedarse con tierras de terceros, amañar elecciones y violar los derechos humanos. Una trilogía habitual entre sátrapas que terminan siendo víctimas de sus excesos.

 

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