Hoy es un día de fiesta. Tal vez no lo percibamos. O pensemos que no tenemos nada que celebrar. Pero es un día de fiesta. Muchos de los que nos escuchan, quizá estén en este momento atascados en el centro, cerca de Congreso encerrados en un auto, en un taxi o escuchando la radio con los auriculares en un colectivo. Y es cierto, es un día difícil para andar por la ciudad. Pero a pesar de eso, es un día de fiesta. Muchos no se dan cuenta. Y esa falta de percepción también es buena. Porque quiere decir que nos estamos acostumbrando a la democracia, que al fin la democracia en la Argentina es la regla y no la excepción.
Hoy juraron los legisladores electos y es una ceremonia para celebrar. Es la consagración de la democracia. Seguramente nos sentimos más gratificados cuando vemos jurar al legislador que elegimos y nos revolvamos en la silla frente a la pantalla, cuando jura aquel o aquella que no votamos. O acuda a nuestra memoria la imagen de ese candidato que elegimos y no le alcanzaron los votos para entrar al congreso. Pero todos, unos y otros, tenemos motivos para festejar. La democracia es la última frontera, es límite que nunca más nadie podrá atravesar.
Aunque parezca una obviedad, es necesario decirlo: la democracia es como la salud, la valoramos cuando no la tenemos, cosa que, desde luego, en la Argentina no volverá a suceder. Pero ante esta ceremonia es inevitable que acuda a nuestra memoria el otro acto, el que debió haber ocurrido el día de la asunción del presidente, y la falta de grandeza, el egoísmo y la megalomanía le arrebató a la historia. Me refiero, claro, al acto de traspaso de los atributos de mando presidenciales: algo tan sencillo pero profundamente simbólico como es colocarle la banda celeste y blanca al nuevo presidente.
Pero como demócratas, estamos obligados a no pagar con la moneda de la indiferencia o el desprecio. Todos los legisladores que asumieron hoy fueron elegidos por el pueblo y todos merecen el mismo trato y el mismo respeto a la investidura de lo que son: nuestros representantes. Si no nos gusta lo que vemos, no nos gusta lo que somos.
Ya habrá tiempo para todo: para que se expida la justicia sobre tal o cual legislador, para que se expidan los propios legisladores y, llegado el caso, que decidan sobre si le mantienen o le quitan los fueros ante un eventual pronunciamiento de la justicia, como sucedió con Julio De Vido a quien sus colegas le retiraron los fueros y hoy espera un fallo en la cárcel.
Hoy no es un día para chicanas, para pequeñeces, para reproches. Hoy es un día para festejar. Hemos visto las miserias de algunos que, aún antes de asumir, ya se estaban disputando los despachos más importantes. Deberían recordar que la gran mayoría de los que los votaron no tienen no un despacho, no tienen un techo propio y, en algunos casos, ni siquiera un techo. Estamos obligados a recordarles a esos hombres y mujeres, que a partir de la Independencia son tan comunes como nosotros, que son, apenas, los representantes del soberano. Y que el soberano es el pueblo.
La Argentina no vuelve atrás. No hay lugar para los que, con la cara cubierta y armados con palos, pretenden apedrear a la democracia. En esta Argentina no hay lugar para los que desconocen al Estado Nacional y pretenden escindir territorio para establecer otro Estado separado de la Argentina. No hay lugar para los que pretenden voltear las instituciones cuando la voluntad popular les es esquiva. No hay lugar para los que arrojan la piedra contra la democracia desde la sombra, detrás de una capucha, y después reclaman como víctimas derechos que ellos mismos quisieran conculcar.
Ya habrá tiempo para todo: para la disputa franca y la lucha en el barro, para las chicanas y para los argumentos que quedarán en la historia, para las miserias y las grandezas, para los fueros y los desafueros. Pero hoy, pese a todo, es un día para festejar.