Hicieron lo humanamente posible. Los buscaron con esa abnegación pertinaz que es tan difícil de comprender para quienes no han tenido que buscar a camaradas perdidos en el océano. Y lo hicieron mucho más allá de cualquier esperanza razonable.
Contaron con el apoyo de la mejor tecnología disponible, proveniente de países que los argentinos desdeñamos por prejuicio o por ideología. Con esa ayuda, desplegaron una operación de búsqueda formidable, casi única.
Y aún así, no pudieron encontrar a sus compañeros devorados por el mar, ni a su buque.
Los marinos, que seguíamos ansiosamente esa búsqueda, pensamos que el hallazgo de, aunque sólo fuera los despojos del submarino San Juan era sólo cuestión de tiempo. Se conocía con precisión en dónde estaba tres horas antes de su final, esa trágica explosión. No podía entonces estar muy lejos de esa última posición.
Pero no pudimos encontrarlo. Tal vez descansa en el fondo de algún cañón submarino de difícil acceso y tal vez la tecnología no es tan infalible como parece. Tal vez.
Lo cierto es que la ausencia de un final comprobado, trágico pero incuestionable, ha dado lugar a algunas conductas discutibles.
Descabelladas teorías conspirativas comenzaron a poblar los espacios virtuales, inventando ataques tan arteros como improbables. Submarinos británicos, o aviones chilenos, o pesqueros chinos o todos ellos complotados fueron entonces los culpables de la pérdida del buque.
Algunos comunicadores, con menos rigurosidad que la recomendable, "descubren" todos los días nuevos indicios, información inédita, datos explosivos de "lo que la Armada oculta" y varias otras piezas de creatividad imprudente. En casi todos los casos, son sólo refritos de lo que se sabe desde el principio.
Es cierto que la información verdadera y fidedigna fue apareciendo con una fluidez cuestionable. Pero convertir inferencias propias en verdades reveladas no pareciera ser el mejor camino para suplir lagunas informativas.
El impacto que todo este tumulto de información dudosa ha tenido en los familiares de los tripulantes del San Juan es difícil de mensurar, pero seguramente no ha servido para ayudarlos en su necesario duelo.
Es imposible emitir juicios de valor acerca de quienes transitan ese doloroso camino. Todos ellos han sido golpeados por un sufrimiento que es difícil de imaginar. Lo han canalizado del mejor modo posible. Pero tal vez alguno de ellos debería preguntarse si lo que hace y dice merecería la aprobación del ser querido por el que llora cada día.
Si no comprendemos que a veces los bomberos se queman y los policías caen bajo las balas de los delincuentes y que también a veces el mar no perdona pese nuestros más enconados esfuerzos, no comprenderemos la naturaleza de las profesiones de riesgo.
Deberíamos honrar la memoria de los 44, tan ignorados hasta hace unos meses, con una genuina valoración de su trabajo. La de ellos fue siempre una de esas profesiones de riesgo y decidieron correrlo, como tantos otros. Tomaron sin duda todos los recaudos para hacerlo de la mejor manera posible. Alistaron su buque. Se adiestraron para operarlo venciendo las dificultades devenidas de sus magros presupuestos y salieron al mar como siempre, con un profundo amor por su profesión y más allá de toda duda, con la aptitud necesaria para ejercerla.
No hay mejor manera de honrarlos que comprender cabalmente su vocación.