Sin más obligaciones que las fijadas por sus protagonistas directos, la Selección Argentina afrontará un Mundial decisivo para su estrella máxima y sus compañeros de ruta, aunque a primera mirada partirá un par de escalones por debajo de no menos de otras cuatro formaciones poderosas.
Por empezar, Brasil, cuya suprema virtud se finca en haber exorcizado los fantasmas de 2014, punto por punto, partido a partido, año a año, hasta alumbrar un equipo con flecha hacia arriba en la totalidad de los casilleros que más cuentan.
Por saber: un conductor, Tite, de ideas claras y refrescantes, un funcionamiento colectivo en el punto de cocción entre el orden y el atrevimiento, entre la solidez y la fluidez, goles que se les caen de la alacena y el as de espadas que representa Neymar.
Sin secuelas de su lesión en un pie, subido a los vientos de cola de su madurez y de un equipo con todo en su lugar, el ex compadre de Messi en el Barsa es un acreditado aspirante a líder de la epopeya canarinha.
Para que sea dicho de una vez: nadie puede soñar con llevarse la Copa del Mundo si no es capaz de imaginar cómo frenar a Brasil.
Y entre los soñadores más robustos destacan, en orden impreciso, pero a todas luces, Alemania, España y Francia.
Los tres disponen de rodaje, crecimiento palpable, recambio generacional virtuoso y un piso de rendimiento superior al techo de la enorme mayoría de los demás competidores.
¿Dónde pulsa el Talón de Aquiles de esos tres? En Alemania, en la eventual falta de una pizca de golpe de horno de dos o tres piezas esenciales de la renovación; en España, en la ausencia de un goleador químicamente puro y en Francia en sus proverbiales bajas de tensión emocional.
¿Y después? Después Bélgica, dueño de un plantel lujoso que también adeuda la impronta de los guerreros; y Polonia, con un Robert Lewandowski descomunal; y Dinamarca, con su Christian Eriksen sideral; Inglaterra y sus interrogantes de siempre, Portugal con CR7 y la Eurocopa en el bolsillo, entonado como nunca; más Perú y su regreso prometedor y Uruguay con su dupla atacante de acero y el corazón valiente que la historia reconoce.
¿Y Argentina? ¿Dónde ponemos a Argentina? ¿Será que no hay de dónde agarrarse para representarse las proféticas y perfumadas imágenes de un 15 de julio glorioso?
De dónde agarrarse hay, por supuesto que sí, por supuesto que la conquista de un tercer Mundial podría ser un hecho…siempre y cuando se alinearan los planetas.
Claro, cómo no, si se alinearan los planetas, una metáfora que de ninguna manera debería ser confundida con una presunción peyorativa: el 90 por ciento de los participantes del Mundial no serían campeones ni con sus planetas alineados.
Argentina sí, porque tiene unos cuantos jugadores buenos, algunos francamente muy buenos, y el que ya sabemos, el mejor entre los mejores de estos tiempos, y porque su camiseta, la albiceleste, está dotada de un peso específico que nada garantiza pero que llegado el caso sumaría.
Ahora, si cerráramos las cuentas con las señales emanadas de las eliminatorias, en los sucesivos cambios de timón, en los mamarrachos organizativos, en un entrenador, Jorge Sampaoli, brumoso en el discurso, en la confección, en la toma de decisiones y en el producido en la cancha misma, y sobremanera en el lastre que supone una base desgastada, ajada, sobrecargada de frustraciones, madurarían los frutos de una certeza: cuartos de final asoma como un tope posible o, en el mejor de los casos, como la esquina donde convergen, dialogan, riñen, se perfilan, reparten las cargas y fecundan, el riesgo y la oportunidad.
Y la oportunidad o, mejor, la cara más simpática de la oportunidad, dependerá de una criolla observación de Scalabrini Ortiz (“en el camino se acomodan los melones”) y en la probada ley de que un Mundial es un historia en sí misma, un complejo mecanismo de encastres cuyo destino requiere de un poco de todo, como los platos más sabrosos.