En su momento, la cúpula del poder ruso decidió enrocarse. Enrocarse no es enroscarse. ¿Qué significó en ese caso enrocarse? El congreso del partido gubernamental Rusia Unida aceptó la propuesta del presidente de Rusia, Dmitri Medvedev, de permitir que él mismo encabezara la lista de candidatos parlamentarios para las elecciones de diciembre de 2010 y fuera el primer ministro, y que quien ocupaba el cargo, Vladimir Putin, su antecesor y mentor, fuera el candidato presidencial en marzo de 2012. Un acuerdo entre bambalinas, de modo de apuntalar a Putin. Un enroque en toda regla.
Lo dejó escrito León Trotsky: “Para Maquiavelo, la pugna por el poder era un teorema de ajedrez. Para él no había cuestiones de moralidad, como no existen para un jugador de ajedrez. Su tarea consistía en determinar la política más factible en una situación dada y en explicar cómo había que ejecutar esa política en forma despiadada y dura”. Tan despiadada y dura como la política de Putin,En el ajedrez, el enroque es la única jugada en la cual se mueven dos piezas a la vez: consiste en llevar el rey dos escaques en dirección al rincón y hacer saltar la torre por encima del rey y situarla a su lado contrario. Putin, ocho años presidente antes de ser primer ministro y cederle por los siguientes cuatro años el poder nominal a Medvedev, aceptó el enroque con otra referencia ajedrecística: “Nadie nos puede tumbar del caballo”. Esa es la cuestión o, acaso, la disyuntiva en un mundo en el cual el autoritarismo se vale de la democracia para legitimarse.
Todo expresidente, según Felipe González, es como un jarrón chino: vale mucho, pero nadie sabe dónde ponerlo. Antes de develar la incógnita sobre su posible sucesor, Medvedev había dicho que, una vez en el llano, iba a buscar un “trabajo interesante” como profesor universitario, promotor de nuevas tecnologías o comentarista de noticias importantes. Eran cortinas de humo para mantener oculto su plan, acaso tramado por Putin, algo así como una jugada magistral para alternarse con su jefe.
Tanta es la influencia del ajedrez en la política que cualquiera en apuros está en jaque. Era el caso de Muamar el Gadafi, famoso por pasarse horas frente al tablero antes de ser un desaparecido en acción. “Naturalmente el ajedrez es un pasatiempo, pero es además un educador del raciocinio, y los países con grandes ajedrecistas marchan también a la cabeza del mundo en otras esferas más importantes”, afirmó en sus tiempos Ernesto Guevara, El Che. En Sierra Maestra, donde iba y venía con un pequeño tablero, lo más parecido al ajedrez era la división del planeta en dos mitades a causa de la Guerra Fría.
En el campeón mundial cubano José Raúl Capablanca encontró Fidel Castro, El Caballo, una excusa para llevar el ajedrez a los estudiantes, por ser “el mejor antídoto que pueda haber contra el vicio del juego”. Los soviéticos, pioneros en la materia, habían resuelto llevarlo a los trabajadores. En los tiempos de Lenin y Stalin, el fútbol y el hockey sobre hielo alejaban a la gente del vodka, pero el ajedrez resultaba aún más beneficioso: alejaba a la gente de los incendiarios textos del disidente Alexander Solzhenitsyn sobre el sistema de prisiones soviético, conocido como Gulag.
Con un caballo exhausto y una torre enclenque se adentró en la política rusa el excampeón mundial de ajedrez Gary Kasparov, opositor de Putin y de Medvedev. En las antípodas, Evo Morales confesó que jamás iba a aprender a jugarlo. “Nosotros jugamos póquer; ellos juegan ajedrez”, repuso John Fitzgerald Kennedy en un discurso sobre las diferencias entre Estados Unidos y la Unión Soviética. El primer presidente norteamericano, George Washington, tenía un juego con piezas de marfil. ¿Jugaba? Mucha gente tiene un piano y no sabe tocarlo.
Entre sus sucesores, Thomas Jefferson aprendió tarde a mover los trebejos, pero se entusiasmó tanto que leyó varios libros sobre el tema. Durante una visita a París, se hizo socio del Salon des Échecs(Salón de Ajedrez). Recibió tantas palizas que no renovó su membresía, de 96 francos. En 1972, en la capital de Islandia, Reikiavik, iba a disputarse el “match del siglo”: el soviético Boris Spassky contra el norteamericano Bobby Fischer. El secretario de Estado de Richard Nixon, Henry Kissinger, alentó a su crédito con inusuales tambores de guerra: “Eres nuestro hombre contra los rojos”.
Uno, el derrotado, Spassky, pidió asilo en Francia. El otro, el vencedor, Fischer, pasó a ser años después un refugiado político en Reikiavik, acusado de traición por Estados Unidos. Murió en 2008 a los 64 años. Es la cantidad de casillas del tablero de ajedrez. Como dijo el cineasta Stanley Kubrick, “te sientas frente a un tablero y repentinamente tu corazón brinca. Tu mano tiembla al tomar una pieza y moverla. Pero lo que el ajedrez te enseña es que tú debes permanecer ahí con calma y pensar si realmente es una buena idea o si hay otras ideas mejores”.
Terminado el juego, el peón y el rey vuelven a la misma caja. Y cada uno hace tablas consigo mismo.