Fue el peor día para los ricos y el mejor día para nosotros, los medio pelo. Para los primeros, la caída de uno de los gigantes históricos de las inversiones, Lehman Brothers, no podía significar otra cosa que problemas serios, dólares perdidos y una ola de quiebras en cadena que nadie sabía muy bien hasta dónde llegaría.
Para los más pobres nos quedó la alegría momentánea de no tener que preocuparnos por perder los dólares que no teníamos, aunque al final la crisis afectaría a todos en todo el planeta, de alguna u otra manera.
Lehman Brothers, la compañía global de servicios financieros fundada en Estados Unidos en 1850 por los hermanos Henry, Emanuel y Mayer, con activos por unos U$S 680.000 millones, paralizó al mundo el 15 de septiembre de 2008 cuando presentó formalmente la quiebra. Hasta entonces, LB era parte del exclusivo grupo de los dueños del dinero junto con Goldman Sachs, Morgan Stanley y Merrill Lynch. Todos bancos ocupados por gente que no sabía ni lo que era tomar un colectivo lleno.
No es que haya sucedido de la nada, hacía meses que el banco tenía problemas graves. Analistas estadounidenses venían advirtiendo que el mercado de las hipotecas subprime se estaba convirtiendo en una burbuja mortal, y LB estaba sufriendo pérdidas cuantiosas en el mercado de valores y, por lo tanto, de clientes.
Pero el ser humano siempre confía en que el statu quo se mantenga y que un gigante de esa estirpe sabrá reinventarse. Pero eso no sucedió. Lehman quebró y con ello se apretó el acelerador de la crisis financiera global de 2008, conocida como la crisis de las subprime.
La dimensión de la hecatombe se nota en la cifra que al día siguiente de la quiebra de LB desembolsó el gobierno de Estados Unidos para sostener a las grandes compañías que empezaban a tambalear. La Reserva Federal sacó de su mega bolsillo U$S 85.000 millones para rescatar a la aseguradora AIG.
Para el miércoles 17, la situación ya era de pánico y ese día ninguna bolsa en el mundo se salvó de quedar despatarrada: la Bolsa de Buenos Aires cayó 5,07%, Wall Street un 4,06% y las acciones de la rescatada AIG perdían 45,3%. En pocas horas, economistas de todas partes empezaban a anunciar una inevitable recesión mundial.
Las profecías se cumplieron y todos los países centrales iban a sentir la sacudida, salvo la Argentina, que como por aquellos años estaba aislada y peleada con el capitalismo (porque nadie le prestaba ni una carilina), no sufrió un impacto tan tremendo.
El jueves 18, el gobierno estadounidense anunció un plan de salvataje por U$S 700.000 millones para todos los bancos y los mercados respiraron. Eufóricos, las bolsas empezaron a subir hasta 9% en Europa y un 3,4% en Wall Street.
Sin embargo, la felicidad -que no tiene dueño, como dice la canción- duró poco porque el salvataje se demoró en el Parlamento y otro gigante, Washington Mutual, quebró sin remedio.El nuevo desastre volvió a aterrorizar a los mercados, los bonos se hundieron, el Apocalipsis pareció cernirse sobre todos, pero al final los legisladores agacharon la cabeza y aprobaron el millonario rescate.
Todo pasa
La crisis de 2008 se extendió meses, afectó la performance de las economías en 2009, obligó a EE.UU. a lanzar otro salvataje para empresas, y dejó un tendal de ahorristas arruinados. En Europa copiaron el plan de salvataje para bancos y pusieron casi tres billones de dólares,en Brasil se vino una devaluación de 31% en octubre y Argentina empezó a sufrir el debilitamiento de su principal socio comercial, y los países del G-7 se reunieron de urgencia para elaborar una estrategia conjunta. Sin embargo, nada iba a evitar la recesión (y Cristina Kirchner, rápida de reflejos, aprovechó para cancelar el pago al contado que le iba a hacer al Club de París, alegando la crítica situación internacional).
Un día, a fines de 2009, el derrumbe empezó a apaciguarse y como dice el viejo proverbio que reza “esto también pasará”, la crisis de 2008 pasó, aunque dejó su huella. Hasta el presente es considerada la peor crisis financiera global de la historia, la que cambió la visión de la banca y la que dejó gran duda sobre la capacidad de anticipación de las calificadoras de riesgo, que aún hoy las evaluadoras no han podido disipar.
Lo más triste es que los esquemas de libertinaje que propiciaron esa crisis siguen vigentes y parece que no se ha aprendido de la lección. Pero algo quedó claro con los famosos 700 mil millones que repartió Bush a los banqueros del dinero de los contribuyentes: "se privatizan las ganancias pero se socializan las pérdidas".