“Somos los amos de nuestro destino. Somos los capitanes de nuestras almas”. Winston Churchill
Hace unos días, fue intervenido quirúrgicamente en un hospital de Córdoba un señor de 94 años, paciente que resultó ser un sobreviviente de Auschwitz.
Una vez en el quirófano, el nonagenario conoció la marca de la máquina de anestesia que se usaría (Dräger) y recordó, que dicha empresa había provisto de máscaras anti gas, a los verdugos de los campos de concentración.
Es imposible imaginar lo que pasó por la mente de aquel anciano en ese momento; estaba a punto de poner su vida en manos de un aparato de anestesia, cuya marca era la misma que salvaba a los crueles operarios de las cámaras de gas del nazismo y no a él. Lo paradójico del hecho supera cualquier ficción.
No es mi intensión abrir un juicio ético acerca de la participación de dicha empresa en el enfrentamiento bélico; eso sería inconducente a los fines de este artículo. Simplemente diré que no creo que ellos sean de los “malos”.
Sí considero oportuno, aprovechando este evento, el valorar si es culpable el conocimiento per se, si es criminal el invento en sí mismo y el juicio sobre el verdadero responsable de las acciones y sus consecuencias, el individuo.
Creo que el invento de la máscara anti gas no tiene la culpa de la barbarie (incluso su invención es del siglo XIX), tampoco la tiene la ciencia en la que se basó su desarrollo; en cambio, el individuo con su ausencia de valores éticos sí es responsable.
Ahora bien, si acordamos que no podemos condenar a Dräger y a su máscara de gas por el holocausto, hecho del que fueron responsables los nazis; entonces me pregunto, ¿podemos trasladar este análisis a otros aspectos de la vida en sociedad?; por ejemplo, ¿al uso de las armas?
En lo personal, no adscribo al uso de armas de fuego y no me interesa tener una propia, pero ello no implica que no considere un ataque a los derechos individuales su prohibición.
Prohibirlas con ideas utilitarias, pensando que con ello disminuiría el delito, sería una medida al menos ingenua. ¿Acaso los delincuentes dejan de estar armados porque la ley lo prohíbe? Absurdo e infantil.
Hay quienes argumentan que, al estar desarmadas las personas honradas, disminuyen las posibilidades de generar un enfrentamiento y por consiguiente, las posibilidades de ser heridas o asesinadas. Esta es otra tesis inválida y desconectada de la realidad, basta leer las noticias de cualquier días, para observar como son maltratados y ejecutados, ciudadanos pacíficos (incluso ancianos desvalidos) sin ningún tipo de miramiento ni piedad.
Luego de la refutación previa, el argumento suele girar hacia el estado de inconsciencia de los maleantes, saturados de drogas; se dice que “están jugados y que no les importa morir”. Aunque esto fuese cierto (alegato falso, ya que si no les interesase vivir simplemente morirían), esa conducta no justifica la prohibición de tenencia de armas por parte del ciudadano de a pie.
Tampoco es cierto que hay más violencia en una sociedad armada que en una desarmada. De acuerdo al informe de la Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito del 2015, el Salvador tuvo 108,64 homicidios por cada 100.000 habitantes y Honduras 63,75; siendo que en dichos países la tenencia de armas es ínfima, apenas del 5,8 y 6,2 armas por cada cien habitantes respectivamente.
Como contraparte, en Suecia, la tasa de homicidio es de 1,15 por cada 100.000 habitantes y en Suiza de 0,69; siendo que en dichos países, la tenencia es de 23 y 46 armas cada 100 habitantes respectivamente.
Incluso comparando países de la misma región y con similar cantidad de armas por habitante, como son el caso de Chile y Venezuela con 10 armas cada 100 habitantes cada uno, las tasas de homicidio son tremendamente dispares, siendo de 3,3 y 57,15 cada 100.000 respectivamente.
O sea, los factores de la presencia de violencia en la calle no son geográficos, ni étnicos, ni raciales, ni dependientes de la libre tenencia de armas; las causas están en relación con los valores éticos y con la eficiencia del estado en defender a las personas de bien a través de leyes severas y que las mismas sean de cumplimiento efectivo.
El argentino hoy está desprotegido, la Justicia es en ocasiones inepta, en otras impotente y en muchas cómplice ideológica de la impunidad; los delincuentes son los dueños de las calles, nuestras casas son cárceles de las que tememos salir y nuestras vidas dependen del humor del Cesar (asaltante) que nos toca en gracia. Y si se nos ocurre defendernos de un ladrón y lo matamos, ¡se nos echan encima los miembros de la Justicia adoradores de Zaffaroni, y los periodistas progres, bien pensantes y políticamente correctos!
Pero algo está cambiando y el caso del médico Cataldo es una señal de ello, “algo huele bien en Argentina”; cada vez hay más jóvenes que descubren el engaño, que adivinan la trampa, jóvenes que se paran firmes y dicen “no”.