Cuando Matteo Salvini dinamitó el gobierno italiano, el primer ministro Giuseppe Conte pidió pista en el Senado. Salvini, senador, vicepresidente del Consejo de Ministros y ministro del Interior, presentó una moción de censura contra Conte con el fin de tumbarlo, forzar elecciones anticipadas y sepultar la coalición entre su partido, la Liga, de ultraderecha, y el Movimiento 5 Estrellas, definido a sí mismo como una asociación de ciudadanos. Logró neutralizar a Salvini su socio gubernamental Luigi Di Maio, diputado, con un cargo parejo en la cúpula gubernamental y ministro de Desarrollo Económico, Trabajo y Políticas Sociales.
Conte renunció en medio de una crisis. La crisis del mojito, el trago favorito en las playas durante el tórrido agosto italiano. La mezcla cubana de ron blanco seco, jugo de lima, soda, azúcar, hojas de hierbabuena y hielo picado no atenuó su impacto. El del final de un maridaje forzado entre dos vertientes disímiles que se habían propuesto “devolver Italia a los italianos” y “cambiar las cosas de los partidos de siempre”. Si el cóctel batido desde el 18 de marzo de 2018 era antinatural, más aún ha sido ahora la alianza entre Movimiento 5 Estrellas y el opositor Partido Demócrata, del ex primer ministro Matteo Renzi, socialdemócrata.
La coalición duró apenas 14 meses. Los suficientes para precipitar la dimisión de Conte, abogado y profesor universitario. Un desconocido para los mismos italianos. Sin kilometraje político. Su compromiso era ejecutar los 38 puntos de un acuerdo de gobierno con fallas de fábrica entre la ultraderecha y una izquierda larvada. El autoproclamado gobierno del cambio terminó autodestruyéndose mientras Conte se veía tironeado por Salvini y por Di Maio. La egolatría de Salvini, abanderado del rechazo a la inmigración, llevó a Conte a reprochársela cara a cara en el Senado antes de decirle arrivederci al presidente italiano, Sergio Mattarella.
Una mancha más en la política italiana, incapaz de sostener un gobierno estable: Conte fue el primer ministro número 65 en 72 años. Esta vez, con una coalición malograda que optó por el antagonismo con la Unión Europea, vulnerando las leyes presupuestarias y tendiéndole la alfombra roja a un líder antieuropeo como Vladimir Putin. El caos interno se vio reflejado en los números negativos de la economía, así como en el fortalecimiento de Salvini, promotor de la crisis en su afán de alcanzar el poder, y del inoxidable ex primer ministro Silvio Berlusconi, líder de Forza Italia.
Conte había amenazado con la renuncia el 3 de junio. Dos meses después, el 3 de agosto, Salvini puso como excusa de la inminente ruptura de la coalición gubernamental la votación del partido de Di Maio en contra de un proyecto de tren de alta velocidad entre Turín y Lyon. Nada trascendental. Las encuestas comenzaban a mimarlo. En el medio se interpuso otra crisis. Una odisea, en realidad. La del barco humanitario de la ONG española Proactiva Open Arms, con más de 100 refugiados provenientes de Libia a bordo. No pudieron desembarcar en Italia durante 19 días por la política de puertos seguros de Salvini.
El Movimiento 5 Estrellas celebró la decisión del gobierno en funciones de España, el de Pedro Sánchez, de enviar al rescate un buque militar mientras Salvini mostraba su barriga y se dejaba fotografiar con los suyos en las playas italianas. La crisis supuso el regreso a Roma de sus pares del Senado en medio del receso estival, así como el desenlace de la crisis o, acaso, un nuevo capítulo. Italia encabeza con Grecia y España el índice europeo de desempleo juvenil. El problema no son los inmigrantes, sino los que se van por la falta de oportunidades y los salarios africanos. Los otros ingredientes del mojito italiano.