Everán, Armenia. En el frente, las tropas rusas patrullan la zona invadida por las turcas, empeñadas en expulsar a los kurdos, fijar una zona de seguridad y repatriar a más de tres millones de refugiados sirios. En la retaguardia, a la sombra del genocidio armenio, no reconocido por Turquía, el viceministro de Asuntos Exteriores de Armenia, Grigor Hovhannissyan, busca un delicado equilibrio entre Siria y Rusia, “países amigos”, y la diáspora armenia en Siria, a merced de la renovada tensión. Desde el comienzo de la guerra, unos 30.000 armenios regresaron al país. La mitad se quedó en forma definitiva.
El retiro de las tropas de Estados Unidos del norte de Siria estrenó un nuevo castillo de naipes en Medio Oriente. Lo aprovechó el presidente de Turquía, Recep Tayip Erdogan, para cercar a los kurdos, considerados terroristas por sus vínculos con el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), y ajustar cuentas con la Unión Europea, madrina de la Federación Democrática del Norte de Siria, el Kurdistán sirio, donde viven cuatro millones de personas que hasta ahora se habían liberado del yugo de la dictadura de Bashar al Assad gracias a haber repelido al Daesh, ISIS o Estado Islámico.
Lo derrotaron con el apoyo de Estados Unidos, pero Donald Trump encendió otra mecha. La de la escalada de Turquía tanto en Siria, donde colaboró codo a codo con Rusia a favor de la permanencia en el poder de Assad a pesar de sus excesos, como en Irak, donde los kurdos también derrotaron al Daesh. El vicecanciller Hovhannissyan confiesa en una reunión con una delegación de América latina que la decisión de Trump fue sorpresiva. Armenia, nos dice, “no es un típico país de Westfalia. En Siria encontraron refugio miles de los nuestros. La guerra no es una cuestión moral ni emocional, sino de seguridad nacional”.
En 2011, durante la Primavera Árabe, estalló la guerra en Siria y, cual acto reflejo, Turquía atacó a los kurdos en la frontera con Irak. La creación de un Estado kurdo en Siria, donde sus milicias forman parte de las Fuerzas Democráticas Sirias, representa una amenaza para Turquía, socio de Azerbaiyán, con el cual Armenia mantiene una disputa por la región de Nagorno-Karabaj en el Cáucaso. La República de Artsaj para los armenios. La ofensiva turca también apunta contra la Unión Europea. En especial, por la reunificación de Chipre y la cuota de provisión de gas, capaz de recortar la dependencia europea de Rusia.
Turquía, miembro de la OTAN, alberga bombas atómicas norteamericanas en la base de Incirlik, pero mantiene una relación tirante con sus socios desde el intento de golpe de Estado contra Erdogan en 2016. Trump, baluarte del Brexit, actuó en forma unilateral. Tanto los republicanos del Capitolio como el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, defensor de un Estado kurdo para contener a Siria, Irak, Turquía e Irán, se enteraron con el hecho consumado. El gobierno francés puso el grito en el cielo: “Esta invasión turca es inaceptable, hay que condenarla”, bramó el ministro de Asuntos Exteriores, Jean-Yves Le Drian.
Unos 100.000 kurdos debieron huir de esa franja de 30 kilómetros de ancho y 480 de largo. Tarde, Trump aplicó sanciones contra Turquía. Simbólicas, como la decisión de algunos gobiernos europeos de embargar las compras de armas a ese país. Rusia asumió el papel de árbitro. El Daesh insiste en refundar su califato. Erdogan, según el vicecanciller armenio Hovhannissyan, se valió de un vacío. El vacío de poder tras ocho años de guerra para librar su batalla decisiva. La de ser el líder más poderoso desde Kemal Atatürk, fundador de la Turquía moderna el 29 de octubre de 1923. Consumo interno, estrago externo, a poco del centenario.
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