En la Línea de Control, la última frontera, la guerra continúa. No pasa un día sin una denuncia de violación del alto el fuego, dicen por separado en latitudes diferentes un militar armenio y un diplomático azerí. De las ruinas de los bombardeos entre ambos bandos de 1991 a 1994 brota musgo y desolación.
Un cuarto de siglo después, 14 familias de agricultores se animan a retirar los escombros para aprovechar la tierra. Tierra de Armenia, la República de Artsaj, no reconocida por la comunidad internacional, y tierra de Azerbaiyán, que denuncia su usurpación. Rémora irresuelta de la desintegración de la Unión Soviética tras la caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989.
La peor catástrofe geopolítica del siglo XX, como llama Vladimir Putin al final de la era soviética, derivó en más de 30.000 muertos y casi 700.000 desplazados durante los tres años de combates en Nagorno Karabaj y los siete distritos adyacentes que reclama Azerbaiyán. Los armenios de esta región montañosa, con el apoyo del ejército de Armenia, tomaron el control y, con una población mayoritaria, proclamaron la independencia de la República de Artsaj.
El Grupo de Minsk, formado por Rusia, Francia y Estados Unidos bajo el alero de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), busca una salida desde 1992. Infructuosa hasta ahora.
El presidente de Armenia, Armen Sarkissian, se resiste a comparar el diferendo con otros, como el de Cataluña o el de Kosovo, durante una audiencia en Ereván con una delegación de América latina y España. “Cada uno es especial”, nos dice. El primer ministro armenio, Nikol Pashinyan, señaló en la Asamblea General de la ONU: “Artsaj es una parte de Armenia y punto”. El presidente de Azerbaiyán, Ilhám Alíev, replicó en Sochi, a orillas del Mar Negro: “Karabaj es Azerbaiyán y signo de exclamación”. Lo había recibido Putin, padrino del alto el fuego y aliado de ambas partes.
Entre el punto armenio y la exclamación azerí prima el dilema. “Rusia es la clave”, observa en Buenos Aires el embajador de Azerbaiyán, Rashad Aslanov. Cuatro resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU “confirman la soberanía e integridad territorial de Azerbaiyán, la inviolabilidad de las fronteras internacionales y la inadmisibilidad de uso de la fuerza para tomar territorios». La población de la República de Artsaj, refrendada por un referéndum de autodeterminación, se niega a pertenecer a Azerbaiyán, como decidió Stalin en 1921.
Los años noventa, los de la guerra entre armenios (cristianos) y azeríes (musulmanes) en el Cáucaso Sur, coincidieron con otros conflictos en la región, como el de Tayikistán entre 1992 y 1997, la guerra de secesión de Transnistria de Moldova en 1992 y el comienzo de la primera guerra de Chechenia en 1994. El soviet de Nagorno Karabaj había votado en 1988 su separación de Azerbaiyán. La anexión del territorio a Armenia no fue admitida por el Kremlin. La tensión prendió la mecha del nacionalismo y de la limpieza étnica mientras, por el derrumbe soviético, se marchaban las tropas. Una suerte de muro de contención.
Al amparo de Armenia, con su idioma, su moneda, su presupuesto, sus bancos y casi la misma bandera, en Nagorno Karabaj hubo cinco elecciones presidenciales y seis parlamentarias desde la fundación de la república. A la vera de la Línea de Control, por una ruta llena de baches, los esqueletos de las viejas casas y fábricas y los muros agujereados reflejan el horror del conflicto más antiguo desde la descomposición de la Unión Soviética. El puesto azerí está cerca, rodeado de campos minados. Sigue en pie una mezquita. En ella, me dice un soldado armenio, guardaban las armas durante los combates, seguros de que no iba a ser atacada.