Esperanza es el estado de ánimo según el cual algo que deseamos se presenta como alcanzable o posible de obtener. Este es el sentimiento que atraviesa a decenas de miles de argentinos que celebraron hoy la llegada de Alberto Fernández a la Casa Rosada. Y está bien. La esperanza es un derecho en cualquier momento y lugar.
De algo no hay duda: el nuevo presidente vivió este martes el mejor día de su gestión. Todo lo que viene de aquí en adelante será más difícil. Cuarenta por ciento de la población está en situación de pobreza. Seis de cada diez niños o adolescentes viven en esa situación oprobiosa. Ese es el escenario. “Sin pan no hay democracia ni libertad”, dijo Fernández en su discurso ante el Congreso. La lucha contra el hambre será el objetivo central de su gestión. Y reclamó solidaridad en la emergencia económica. En especial a los que más tienen y más ganan.
También se refirió a la deuda externa –incrementada de manera delirante por Mauricio Macri– que pende sobre el nuevo gobierno como una amenaza atroz. Antes había advertido: “el riesgo de default es muy alto”. Martín Guzmán, el nuevo ministro de Economía, hace días que negocia contra reloj una refinanciación. En su exposición Fernández le marcó la cancha a esas transacciones. Ratificó la voluntad de pago del país pero rechazó la habitual receta de ajuste que propone el FMI.
Fernández tuvo varios gestos afectuosos con su antecesor y con su vice, Gabriela Michetti, pero luego fue impiadoso en su diagnóstico de la herencia que recibió de ambos: cerraron 20 mil empresas en cuatro años, el desempleo llega al 11 por ciento y la inflación trepó al 55. Hace unas semanas el viejo sabio José Pepe Mujica sugirió llamar a Mandrake, el mago, para gobernar la Argentina. Y la idea es alarmante aunque venga en formato de humorada.
No hay lugar para la ficción. El llamado a gobernar por el voto popular es Alberto Fernández. Una suerte de héroe accidental. Un político profesional. Un peronista clásico. Un profesor de Derecho. Un constructor de consensos. Alguien que nunca soñó estar donde el destino lo ubicó. De ser la “mano del rey” a convertirse en rey, para utilizar una analogía de la famosa saga de Juego de Tronos.
En cuanto al contenido del discurso del flamante Presidente es difícil no acordar con algunas de las propuestas que realizó ante la asamblea legislativa: llamado a la unidad nacional y a deponer rencores; lucha frontal contra el hambre; una reforma judicial que termine con la persecución del ocasional rival político; romper la mafia de los servicios de inteligencia o frenar la pauta publicitaria dirigida a comprar periodistas.
Fernández citó dos veces a Raúl Alfonsín y se animó a mencionar la frase más significativa de la historia reciente de la Argentina: “Nunca más”. En este caso aplicado a los abusos de servicios secretos y de los jueces venales.
No faltaron quienes en redes sociales opinaron que se trata de una maniobra para buscar impunidad para los ex funcionarios procesados o crear una nueva hegemonía. Son aquellos que, en lugar de esperanza, en estas horas tienen temor o desconfianza ante el gobierno que se inicia. Recelan de la sombra que pueda proyectar Cristina Kirchner sobre el flamante gobierno. Algo inevitable: la construcción de la coalición que desalojó a Cambiemos es producto del ingenio y la osadía de la ex presidenta. Todavía es un misterio cómo funcionará ese poder bifronte y potente.
El temor y la desconfianza de quienes no votaron a los Fernández sólo podrá disiparse con la correcta instrumentación de las medidas propuestas. Alberto prometió también transparencia en la obra pública y el fin de la impunidad. Las presencias de Gustavo Beliz o Vilma Ibarra, en el círculo más íntimo del mandatario generan expectativas positivas. “Volvimos para ser mejores”, prometió en su alocución en la Plaza de Mayo.
La tarea que tiene por delante el nuevo presidente es titánica. Para llevarla a cabo movilizará su propia esperanza. La esperanza es un derecho y no reconoce límites ideológicos. Los que menos tienen, los que más sufren lo saben. Reynaldo Sietecase