La victoria da derechos. La del primer ministro Boris Johnson en las elecciones en el Reino Unido llevó a la mayoría conservadora de la Cámara de los Comunes a firmarle el cheque del Brexit, fechado el 31 de enero. Se trata del acuerdo alcanzado con la Comisión Europea después de varios cabildeos de Johnson con la venia de la reina Isabel II. El divorcio de la Unión Europea no es el final, sino el comienzo de otro capítulo. El de la negociación externa de un tratado de libre comercio y de políticas comunes, como la de defensa, y el del desafío interno de preservar dentro de su territorio a Escocia e Irlanda del Norte.
La voluntad de mantener intacto al Reino Unido, compuesto por Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda del Norte, choca con el Brexit. Johnson, emparentado con los ultras de Nigel Farage y los guiños de Donald Trump, exporta incertidumbres. La idea de convertir a Londres en la capital de una suerte de Singapur, con una competencia fiscal desleal, espanta a Europa. La ministra principal de Escocia, Nicola Sturgeon, alentada por el buen resultado del Partido Nacional Escocés en las elecciones del 12 de diciembre, apura un referéndum de independencia para finales de 2020. Otro intento después del frustrado en 2014.
Las elecciones también depararon un buen resultado para los partidos republicanos de Irlanda del Norte, partidarios de fusionarse con la República de Irlanda, miembro de la Unión Europea. Otro reto para Johnson frente a la posibilidad de establecer una frontera física. El costoso Acuerdo de Viernes Santo de 1998 en Belfast clausuró tres décadas de violencia entre católicos (republicanos) y protestantes (unionistas). El backstop o salvaguarda establece que si después del período de transición, fijado para diciembre de 2020, Londres y Bruselas no firman un pacto comercial, Irlanda del Norte queda sujeta a normas de la Unión Europea.
La virtual reunificación de Irlanda, quizá más lejana que la independencia de Escocia, desvirtúa la esencia del Brexit, Lo convierte en una trampa. El 62 por ciento de los escoceses impugnó la salida de la Unión Europea mientras esa alternativa obtenía el 52 por ciento de las adhesiones del resto del Reino Unido en el referéndum de 2016. El organizado por David Cameron, piedra de toque de los bochornos de su sucesora, Theresa May. Con los laboristas de Jeremy Corbyn tan desflecados como los liberales democráticos de Jo Swinson, la pelota quedó en el tejado de Johnson, obsesivo en compararse con Winston Churchill.
Los conservadores de la Cámara de los Comunes no sólo aprobaron el Brexit a plazo fijo, sino también la prohibición de extender el período de transición. La ruta hacia el 31 de diciembre de 2020. Un plazo breve de apenas 11 meses, que habitualmente lleva años, para lograr un acuerdo comercial con la Unión Europea. El socio principal del Reino Unido a pesar de la pérdida de la membresía por decisión propia y de los 700 tratados en curso. En esa negociación, acaso más compleja que el proceso mismo, el Reino Unido querrá obtener ventajas frente a los 27 y sus instituciones, libres del compromiso de ceder un ápice.
La campaña de Johnson con el eslogan Get Brexit done (Culminemos el Brexit ya) tuvo un matiz preocupante: los mensajes contra los inmigrantes. Los laboristas, con un euroescéptico como Corbyn, no acertaron entre oponerse o llamar a un segundo referéndum y los liberales democráticos repitieron el error de apelar a los remainers (europeístas). En la otra orilla del Canal de la Mancha, varios se mostraron aliviados a pesar de la previsible desaceleración de la economía europea. El Brexit pasó a ser un problema exclusivo de Johnson y los suyos, en riesgo de dilapidar la integridad territorial del Reino Unido.