Después del asesinato selectivo del general iraní Qasem Soleimani, la representante demócrata Ilhan Omar insinuó que podía tratarse de una “guerra de distracción”. La denuncia de la primera somalí y primera musulmana en arribar a la Cámara de Representantes de Estados Unidos, maltratada por su origen y su creencia por Donald Trump, coincide con otras guerras. La del juicio político de Trump, la de las revueltas reprimidas en Irán por la suba del precio del combustible y en Irak por la destitución del comandante en jefe de la fuerza antiterrorista y, en medio de la convulsión en América latina, la del régimen de Nicolás Maduro contra la reelección del presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, Juan Guaidó.
Trump parece ser el enemigo número uno del ayatolá Alí Khamenei, pero terminó dándole oxígeno interno y argumentos para las réplicas con el crimen de Soleimani. También parece ser el enemigo número uno de Maduro, pero se convirtió en su mejor aliado cuando legitimó antes que nadie al gobierno interino de Guaidó. Maduro halló en esa validación, imitada por medio centenar de países, una excusa colosal para insistir en la hipótesis de una invasión norteamericana. Letra recurrente de Hugo Chávez, para cuya primera reforma constitucional, la de “la moribunda”, sobre la cual juró en 1999, impidió como Maduro el ingreso de legisladores opositores en el hemiciclo.
Con la desprolija proclamación como presidente del cuerpo unicameral del diputado disidente Luis Parra, acusado de corrupción, Maduro aprovechó la distracción ante una eventual guerra entre Estados Unidos e Irán, apéndice de una conflagración global. Un bastonazo a la democracia, como la creación en 2017 de la Asamblea Nacional Constituyente, órgano afín al régimen supuestamente encargado de reformar la Constitución Bolivariana. La enmendada por Chávez en 2009 para ser reelegido. Otra artimaña de Maduro, en realidad, para invalidar a la Asamblea Nacional, dominada por la oposición desde 2015.
Maduro cumple un año de gestión de dudosa legalidad gracias al desgaste de Guaidó, de capa caída entre los suyos, y los focos de tensión en Perú, Ecuador, Chile, Bolivia y Colombia. El vecindario, alterado por la catástrofe de la Amazonía y las desmesuras de Jair Bolsonaro, dejó de reparar en la crisis de Venezuela, agravada por las violaciones de los derechos humanos probadas por la ONU. En las antípodas, Trump recauda millones para ser reelegido en noviembre a pesar del impeachment por obstrucción al Congreso y abuso de poder. Desvía la mirada hacia Irán. “Sabe que esto lleva a una guerra y necesita la distracción”, observa la representante Omar.
El viento en contra no siempre frena la navegación. El arma de distracción masiva, la favorita de la ultraderecha de Europa y de la derecha alternativa de Estados Unidos, entorpece el debate político. Lo anula, a veces. O lo hace derrapar en campañas de manipulación nutridas de falsedades. “Una política internacional hostil crea la percepción de un enemigo externo que genera cohesión y apoyo”, concluye el politólogo y docente colombiano Raúl Daniel Niño Buitrago en su ensayo Guerra de distracción, herramienta populista. A propósito de guerras, la de Malvinas rescató a Margaret Thatcher de la ciénaga de la impopularidad en 1982.
Maduro imitó en cierto modo al mentor de Chávez, Fidel Castro, beneficiario del petróleo venezolano subsidiado. En 2003, cuando estalló la guerra de Estados Unidos y sus aliados contra Irak, Castro se valió de la distracción masiva para ordenar la detención de 75 opositores (entre ellos, 27 periodistas) y el fusilamiento de tres cubanos que intentaban huir en balsa de la isla. De aquella odisea, llamada Primavera Negra de Cuba, Maduro sacó en limpio la oportunidad. El timing, de modo de utilizar en el momento justo el pretexto del chivo expiatorio importado. La coartada casi perfecta, al estilo Trump.