Estoy harto, cansado, me siento inseguro. Estoy harto de las mismas caras y los mismos discursos de hace décadas, de los mismos sospechados y fracasados dirigentes de siempre. Entre unos y otros se han dedicado a condenar nuestra esperanza a cadena perpetua.
Nuestros dirigentes son los únicos responsables de lo que nos pasa y de lo que le pasa a nuestro país. Nuestra sociedad, y los políticos surgen de ella, tienen una carencia educativa de cincuenta años, y tal vez allí esté la verdadera razón de la realidad que debemos soportar.
Estoy harto ante tanta incoherencia. Inútil resultaría el más grande de los milagros ante tanta falta de sentido común. Nuestras escuelas, colegios y universidades, nuestra educación en síntesis, siguen destruidas desde hace más de cuarenta años. Se ha empoderado a los alumnos y a los padres, quitándole a los docentes la autoridad y el conocimiento que han adquirido para resolver situaciones. Lo mismo ha ocurrido con los médicos de los hospitales públicos y las fuerzas de seguridad.
Tras la subida de los internos al techo del Penal, el disparo de balas de goma y las heridas leves de 11 oficiales, las autoridades del Servicio Penitenciario Bonaerense, los representantes del Ministerio de Justicia de Nación y referentes de cada pabellón firmaron un acuerdo para darle fin al conflicto y lograr la apertura de una mesa de diálogo con el fin de negociar los acuerdos pertinentes.
El médico de un Hospital trabaja arriesgando su vida todos los días y contagiarse del Coronavirus y el Estado no le ayuda ni para pagar los impuestos. A un motochorro, violador o asesino, rompe todo en un motín y el Estado le ayuda a que le den la libertad, sin medir las consecuencias.
Estoy harto de ver a los garantistas, los que en nombre de, -vaya uno a saber que doctrina- prefieren al victimario que a la víctima; les importa más la comodidad del preso que el dolor de quienes sufren el delito. Ellos creen que son los “buenos” de esta película de miedo y terror que vivimos los ciudadanos cada día, aunque en realidad no son más que una especie de cómplices, cuando menos equivocados, que buscan justificar lo injustificable.
Los delincuentes les agradecen sus curiosas interpretaciones de la ley que les permiten entrar por una puerta y salir por otra, mientras hombres de la ley, esgrimen desde el absurdo excusas como “estos muchachos son el producto de la pobreza y el desempleo”, “Los pobres y los desempleados no son delincuentes”. Muchos abogados –con la anuencia de los jueces- se burlan de la Ley.
Mientras tanto, somos rehenes de los delincuentes, de nuestros propios miedos, de una justicia lenta, de la falta de autoridad y de la inmoralidad pública.
Estoy harto de ver a los corruptos que se llevan nuestras esperanzas y nuestras ilusiones a sus bolsillos, repletos de codicias y miserias humanas. Debemos tener capacidad de asombro para poder luchar contra la inacción de quienes pudiendo castigar, no castigan, pudiendo juzgar, no juzgan, pudiendo legislar, no legislan y pudiendo gobernar no gobiernan.
Hace unos días un dirigente dijo a voz en cuello: “Hay que terminar con este sistema. Nosotros somos la democracia…” Desde luego, él no es la democracia, dado que en ningún capítulo del dogma democrático se habla de echar a nadie, actitud por cierto, antidemocrática. Esto no es producto de la ofuscación partidaria de un exaltado hablándole a las masas, sino es el resultado de la educación en las escuelas, colegios y universidades destruidas. Ese dirigente es inculto, semianalfabeto, una persona que no está capacitado para conducir a nadie dentro del sistema democrático, porque ha demostrado que no sabe lo que es. Pero tiene prensa y sus declaraciones se repiten en todos los medios.
Estoy harto de ver a los profetas del fracaso. Hombres y mujeres de gesto adusto, que después de haberlo hecho todo mal, quieren ahora enseñarnos cómo debe hacerse bien. ¿Qué buscan? ¿Qué se proponen? Nada que tenga que ver con el deseo de colaborar con un gesto patriótico de verdad. Estos son los responsables de la inestabilidad política que tanto temen en el exterior. Qué bueno sería que reflexionaran y decidieran aceptar lo que la historia y los años ya les anunciaron hace tiempo: “Aquí y ahora ya no tienen nada que hacer…”.
“Tenemos que derrotar a este enemigo que es el marxismo y que se manifiesta a veces con distintos rótulos”, había manifestado Juan Domingo Perón el 28 de septiembre de 1973.
Pero siguen y aparecen en televisión, como viejos profesores que ignoran que son otros tiempos, otras las palabras y otras urgencias. Se trata de políticos de principios, pero que nunca han terminado nada, soberbios que se creen que son los únicos salvadores de la patria.
Estoy harto de ver a los dirigentes mentirosos que ayer dijeron una cosa y hoy dicen otra, que se defienden atacando y en lugar de mostrarse transparentes, echan más humo negro de cubiertas quemadas e insultos agraviantes para ocultar una realidad que no quieren que se vea. Basta de escuchar incongruencias.
Estoy harto de escuchar discursos prometedores que nos llueven como palabrería hueca, intentando convencernos de algo que no están convencidos ni quienes los pronuncian. No somos víctimas de ningún capitalismo, sino de nuestra propia ineficacia para resolver los problemas serios que tiene el país.
Estoy harto de que nuestros fiscales, tan sedientos de justicia, no busquen el mentado “enriquecimiento ilícito”, en todas las dudas, en todas las evasiones morales.
Estoy harto de ver a los llamados “ñoquis”, que cada día son más. Pregunto: ¿En esta emergencia por la pandemia, son necesarios tantos ministerios, tanta dilapidación de recursos públicos? Todos saben quiénes son, cuántos son y dónde están, pero prefieren hacerse los distraídos porque ellos son nuestros dirigentes políticos, los que los han colocado ahí, los que hacen del “amiguismo” y el clientelismo una doctrina de fe. El brazo de la ley, también, debe borrar de la lista de los sueldo de la administración pública a estos sujetos detestables, ladrones de un Estado empobrecido, porque nuestros dirigentes no lo harán jamás.
Estoy harto de las jubilaciones de privilegio; “ñoquis” de lujo con patente de gente importante, que se llevan –por mes- más de quince sueldos mínimos cada uno, cuando debería ser un orgullo personal haber sido elegido Senador, Diputado o Juez. Sólo falta ver las fortunas “declaradas” por los diputados ante la Oficina Anticorrupción.
Es muy probable que si nuestras escuelas, colegios y universidades no llevasen décadas de destrucción, hoy serían otros los hombres y muy diferentes los discursos.
Ni asado, ni heladera llena, ni aumento a jubilados con plata de las Leliqs, ni “no va a haber impunidad para los presos por corrupción”, ni volvieron mejores… ni gobierno de científicos.
Estamos viviendo la realidad de un pueblo que le pide a un gobierno que no escucha, que ante los escritos no lee y ante el dolor no empatiza.