El derribo de la estatua Edward Colston, en Bristol, Inglaterra, cobró relieve como parte de las protestas globales por el brutal asesinato de George Floyd en Estados Unidos. ¿Quién era Colston? Un traficante de esclavos que compró, vendió y transportó entre 1672 y 1689 a unos 80.000 africanos en un barco de su propiedad. ¿Merecía la estatua de bronce, erigida en 1895? Su fortuna, cuando murió, pasó a manos de organizaciones benéficas y, por eso, calles y monumentos de la ciudad aún llevan su nombre. No importó el origen del dinero, sino el fin. Lo recuerdan como un filántropo.
La estatua de bronce de Colston fue arrancada de cuajo y arrojada al puerto. Idéntico riesgo corren 78 monumentos de personajes históricos considerados racistas en el Reino Unido. La lista, elaborada por el sitio Topple The Racists (Derribar a los racistas), tiene una consigna: parar a Donald Trump. En Estados Unidos, varias efigies de Cristóbal Colón también resultaron dañadas o decapitadas. Otras fueron retiradas, como ocurrió en Buenos Aires, detrás de la Casa de Gobierno, para reemplazar la suya por la de Juana Azurduy. Un capricho caro de Evo Morales. Donó un millón de dólares con la anuencia de Cristina Kirchner.
La vergüenza histórica, comparada con el desplome de la estatua de Saddam Hussein en Bagdad durante la guerra contra Irak; o en Richmond la de Jefferson Davis, presidente de los secesionistas que rompieron el país en 1861 para mantener la «institución peculiar», como llamaban a la esclavitud, o en Amberes la del rey Leopoldo II, condenado por la colonización belga del Congo, llevó a los británicos a pintar la leyenda “racista” debajo de otra estatua, la de Winston Churchill. En 2009, Barack Obama le devolvió al primer ministro Gordon Brown un busto de Churchill que le había enviado Tony Blair a George W. Bush en rechazo a los atropellos que había sufrido su abuelo en Kenia durante el régimen británico.
La ebullición global llevó al canal de televisión HBO a retirar en forma temporal de su catálogo la película Lo que el viento se llevó, protagonizada por Vivien Leigh y Clark Gable en 1939, por “ofrecer una visión idealizada de la esclavitud y perpetuar estereotipos racistas”. La repuso después como “un producto de su tiempo”. Lo es, en realidad, así como la novela To Kill a Mockingbird (Matar a un ruiseñor), de Harper Lee, publicada en 1960. La tildaron en su momento de racista por el uso de la palabra nigger, forma despectiva para referirse a los afroamericanos, por más que condenara la injusticia racial. Quisieron censurarla.
De las carreras de autos Nascar se eliminaron las banderas y los símbolos confederados. Y así sucesivamente. En el Reino Unido, la premisa de “enfrentar la verdad sobre su pasado” arranca del pedestal las estatuas de aquellos que, en su tiempo, cometieron delitos de lesa humanidad a los ojos de hoy. Condenables, como el propietario de esclavos Robert Milligan, cuya estatua fue retirada del Museo de los Docklands, de Londres, pero irreparables como sus crímenes. Los de su época. Ni la efigie de Robert Baden-Powell, fundador del movimiento juvenil Boy Scouts, se salva por su simpatía con Hitler y el fascismo.
La historia es impiadosa. El conquistador español Pedro de Valdivia, fundador de Santiago de Chile, murió dos veces. Una, después de la derrota en la batalla de Tupacel, en 1553. Lo capturaron los mapuches y, tras torturarlo durante tres días, le arrancaron el corazón y, dicen, se lo comieron. La siguiente, en 2019. Demolieron su estatua en Concepción, a 440 kilómetros de la capital chilena. En América latina también rodaron estatuas de Hugo Chávez y retiraron la de Néstor Kirchner de la sede de la difunta Unasur. “Un símbolo de la corrupción”, según la Asamblea Nacional de Ecuador. Costó114.000 dólares. Yace en un sótano.
Las estatuas, entiende el colectivo Black Lives Matter (Las vidas negras importan), invocan fantasmas. Los del racismo y la esclavitud. Una mirada del ayer con ojos contemporáneos que impone tanto la remoción de monumentos como el cambio de nombre de calles e instituciones. El Comité de Defensa del Senado de Estados Unidos, con mayoría republicana y a contramano de Trump, concedió una partida millonaria al Pentágono para eliminar de sus dependencias los nombres de los líderes confederados convencidos de la supremacía blanca. Una forma simbólica de aplacar la ira por la muerte de Floyd.