Si el espionaje se define como el conjunto de prácticas para obtener la información oculta por el secreto o la confidencialidad, en todo buen periodista hay un espía. Él es el que se prepara profesionalmente para buscar lo que está oculto, desconocido. Nunca en beneficio propio, sino de la ciudadanía. Sea el manejo de los dineros públicos, la gestión de los recursos, la conducta pública de los servidores del Estado o la irresponsabilidad de los ciudadanos.
Todo lo que tiene que ver con el interés común es materia periodística. Todo lo que los seres humanos hacemos en el espacio que compartimos, la vida pública, la política, lo que afecta a los otros, es de interés público. Pero a diferencia de la práctica habitual de los espías del Estado, los periodistas tienen prohibido el soborno y la extorsión.
Quien paga por la información es un escriba a sueldo, un mercenario, nunca un periodista. En un país como el nuestro, dominado por el ocultamiento, el secreto y el autoritarismo que los ampara, no se termina de aceptar que en democracia la información es un derecho de la sociedad y la protección de las fuentes no es un privilegio del periodista, sino la garantía por la función que cumple como mediador y gestor del valor simbólico de la libertad de expresión.
Ese desprecio a la prensa y la presión del poder tergiversaron el trabajo periodístico, no sólo por la dificultad para acceder a las fuentes sino porque propiciaron la actividad de esos mercaderes de la información, los desleales espías del Estado que siguieron haciendo en democracia lo que aprendieron con la dictadura.
Los temidos servicios de inteligencia a los que ningún gobierno democrático subordinó a la ley que prohíbe el espionaje a los ciudadanos de a pie, sean periodistas o políticos. La distorsión viene de lejos, desde el inicio mismo de la democracia cuando las denuncias de la prensa se interpretaban como atentados a la democracia.
Desde entonces se naturalizaron expresiones odiosas como “carne podrida” para calificar la información de estos falsos espías reproducida por los falsos periodistas. En las últimas décadas, las de mayor desdén a la prensa, las llamadas “operaciones” son una confesión de esa distorsión por la divulgación de información interesada, ya sea la que paga la pauta oficial para silenciar o propaganda travestida de información.
Pero, ahora, ya no se discute la información, ahora se persigue la opinión con amenazas judiciales, ataques y descalificaciones personales que intimidan y son más graves cuanto mayor es la responsabilidad pública, como sucede con el Presidente, la máxima investidura del Estado, que sacrifica su obligación constitucional de proteger y respetar el derecho a la disidencia y la opinión para mantener un poder político sectario.
El mismo que en su versión primera sinceró su combate a la “prensa hegemónica”, puso los medios públicos al servicio del gobierno y hoy avanza un casillero más en la violación del derecho humano fundamental al decir sin persecución, con un Presidente que directamente refuta opiniones, pelea con los periodistas hombres y a las mujeres las manda a estudiar.
Pero si la década kirchnerista ideologizó las carreras de periodismo donde se confunde la comunicación con la información y los jóvenes aprenden a despreciar las empresas periodísticas en las que tendrán que aprender a trabajar, el daño mayor recae sobre una sociedad agobiada que tiene miedo de decir lo que piensa para no padecer los insultos del máximo poder y las maldiciones de los partidarios que se escudan en el anonimato o utilizan la tecnología para infectar la convivencia y manipular la opinión pública con mentiras organizadas, tal cual se denunciaron en países con los que Argentina no disimula identificación.
En el mismo momento en el que en Argentina se intenta criminalizar a la prensa, acusando a los periodistas críticos de ser espías, en Rusia, con la misma acusación de espionaje, terminan de encarcelar a uno de los pocos periodistas que quedan en la cada vez más intimidada prensa de Moscú. Si el corazón de la democracia es la libertad de expresión ya no se trata de amenazas a la prensa sino del desmantelamiento de la democracia.
Se equivocan los que evitan la crítica para no ahondar la grieta. Por comodidad o cobardía los argentinos entregamos un lazo para que luego nos enlacen.
Quien no aprecia la libertad termina actuando como un esclavo. En estos tiempos en los que muchos se arrogan una superioridad moral para decirnos qué leer y pensar, el desafío y coraje para defender nuestros derechos es no responder con agravios ni insultos, no solo porque nos asisten los derechos constitucionales, sino porque la verdadera superioridad moral es la que reconoce la igualdad y respeta la dignidad ajena, sobre todo, para defender una convivencia pacífica sin la contaminación del odio y la violencia que han impedido el progreso y la prosperidad de nuestro país.