La “polémica sobre el odio” desatada los últimos días combina varios elementos: la activación de duras críticas al gobierno en varios terrenos a la vez (la cuarentena, la economía, el desarme de las causas de corrupción, la lista es larga), protestas en que algunos energúmenos agredieron a periodistas oficialistas, y reacciones a veces también violentas ante las críticas de algunos funcionarios, incluso el propio presidente, más una campaña por descalificar y tal vez detener a periodistas molestos para el kirchnerismo, involucrándolos en la cloaca del espionaje ilegal, campaña que empezó en verdad el juez Ramos Padilla hace ya un buen tiempo.
Es un combo bastante explosivo, así que se justifica la alarma manifestada por algunos moderados, y otros que solo pretenden serlo, que pidieron “desescalar”, “bajar un cambio”, “no alimentar la grieta”. Puede que sea lo mejor.
Para hacerlo lo primero es entender qué está sucediendo, quiénes, cómo y por qué alimentan el odio, y distinguir el odio de la crítica democrática y constructiva. Porque de otro modo se mezcla todo con todo, se achaca odio a cualquiera que emita una opinión que a otro no le gusta, y se termina promoviendo un unanimismo inviable, él si una peligrosísima fuente de odio, o disimulando persecuciones y agresiones detrás de supuestos “análisis” o “investigaciones” pergeñados para destruir enemigos políticos, sea desde un juzgado, un medio o un partido.
Y para entender el asunto conviene además detenerse brevemente en la historia de esta querella sobre el odio. Porque si hay algo curioso en nuestro país no es que la gente se odie más que en otros lados, basta ver lo que sucede actualmente en Estados Unidos, o cómo funciona la política en Brasil, o en Italia; sino que acá es frecuente que nadie se haga cargo del odio propio y solo vea y se escandalice con el odio ajeno: lo que nos hace más peculiares en este terreno es la fuerza de la victimización.
¿Quién empezó la victimización? Difícil decirlo y, tal vez, además, inútil, tan inútil como indagar quién tiró la primera piedra, si los unitarios o los federales, los peronistas o los antiperonistas. Lo que sí puede advertirse es que hay un relato muy difundido que la promueve, vigente desde hace décadas pero que fue reactivado y potenciado por el kirchnerismo, y que funda su doctrina en Los profetas del odio. Allí, en 1957, Arturo Jauretche explicó que el odio entre nosotros lo inauguró Sarmiento y que su expresión hasta entonces más grave habían sido los bombardeos de Plaza de Mayo. El kirchnerismo recogió ese credo, sobre todo a partir de 2008, y lo actualizó, incorporando los años setenta (cuando, según el relato, una juventud maravillosa y justiciera fue masacrada por los “salvajes unitarios” del momento, los liberales, derechistas y antiperonistas), porque le permitió radicalizarse y polarizar la política argentina en términos que creyó convenientes: mientras ejercía un poder abusivo pudo presentarse como un débil exponente de los débiles y sumergidos, injustamente agredido por los verdaderamente poderosos, ellos sí “profetas del odio”.
Lo ha venido usando contra los medios independientes y sus periodistas, contra el campo y sus organizaciones, contra las demás fuerzas políticas y sus gobiernos, a veces con suerte, otras veces no. Pero siempre disimulando el impulso que da a la polarización, a la anulación de reglas comunes e imparciales y de los espacios de convivencia pacífica y colaborativa.
¿Significa esto que el kirchnerismo odia más que el antikirchnerismo, y que es un proyecto eminentemente violento? No tanto. Lo que sí hace más intensamente que otras corrientes es disfrazar su odio, desresponsabilizarse de él y del odio que genera en quienes agrede. Así, en una marcha anti K puede haber tal vez tanta agresión contra el “otro”, y contra periodistas k, como en una marcha k contra periodistas no k; en ese terreno, lamentablemente, no parece haber mayor diferencia. Pero los dirigentes no K se sienten en la necesidad de censurar esas agresiones de sus seguidores, o de desorbitados compañeros de ruta. Mientras que los dirigentes K no sienten esa obligación, nunca lo hicieron, y en ocasiones promueven o festejan la agresión.
Eso fue lo que se vio en los últimos días, y terminó de enrarecer el clima político, haciéndonos acordar a lo que se vivió entre 2008 y 2015.
Alberto Fernández retuiteó un mensaje descalificador hacia Diego Leuco, acompañado del emoji de un golpe de puño. Una funcionaria oficial cuya función es velar por la libertad de expresión propuso hacer desaparecer voces que considera “intolerables”. Dirigentes oficialistas sugieren vías diversas para acallar a los periodistas que “nos bombardean”, “dicen lo que quieren” y “enrarecen el clima social”, abogados, fiscales y jueces del riñón K se las ingenian para implicarlos en delitos para desprestigiarlos o meterlos presos. Y para cerrar el círculo, el propio presidente propuso terminar con los “odiadores” y consideró que ese era el mandato que había recibido de las urnas, como camino para la reconciliación.
¡¡Atención!!!: no dijo “terminar con el odio”, lo que hubiera sido un delirio, pero al menos uno inofensivo, hasta bienintencionado; dijo que terminaría con monstruos irrecuperables que según él son la fuente y los propaladores del odio, y parece, por suerte, los tiene bien identificados, pues pululan entre quienes se le oponen, y en esos mismos momentos, en el día de nuestra independencia, se preparaban para manifestarse en su contra.
Difícil representar mejor el gesto de tirar la piedra y esconder la mano. De presentarse como cordero o paloma para cumplir mejor la tarea de lobo.
Tanto que el inefable jefe de Gabinete repitió durante las horas siguientes una y otra vez que el planteo presidencial había sido “de unidad nacional”, “conciliador” y había expresado la preocupación oficial por evitar los “discursos del odio”. Claro, el odio de los demás, que se expresa cada vez que los demás se niegan a darle la razón.
Tanto que a continuación un coro de periodistas e intelectuales oficiales lo avalaron en una solicitada que a la vez desmiente que haya algo así como una campaña para desprestigiar, perseguir o agredir a los periodistas que no se alineen, descalificando otra solicitada, de pocos días antes, donde estos expresaron su alarma ante esa campaña.
¿Es que los periodistas críticos están exagerando las cosas? ¿Hay paranoia, o incluso cierta soberbia y hasta la pretensión de un privilegio en su planteo, al objetar críticas e indagaciones, justificadas o no, pero razonables y democráticas, que ciertos jueces, fiscales y funcionarios, pero podría ser cualquier ciudadano de a pie, hacen sobre el modo en que ellos realizan su trabajo? A eso alude la solicitada oficialista, justamente, cuando señala que el periodismo debe ser digno y responsable, y por tanto, no debería, por caso, difundir información que le pase espías o gente por el estilo. Es decir, habría información “digna” y otra “indigna”, una que “promueve el odio”, la otra no. Seguro ellos saben bien cuál es cuál.
Pero lo más sorprendente de todo es cómo justifican esa delirante pretensión: en una frase memorable, que si no fueran profesionales de la palabra se podría atribuir a una traición del subconsciente, pero siendo lo que son, solo cabe considerar expresión de una visión muy confusa de su propio oficio, afirman que “no toda crítica, por exagerada o injusta que sea, puede ser considerada como un 'ataque a la libertad de expresión'”.
Es una reverenda tontería: una crítica nunca es un ataque a la libertad, siempre es buena para su ejercicio; y si algo es un “ataque a la libertad” entonces no es una crítica, es una agresión o algo parecido. Para dar un ejemplo de los últimos días: si el presidente twittea un guante de box para un periodista es claramente una agresión, transmite y promueve el odio, no un argumento crítico ni de ninguna otra especie; si un fiscal o juez pretende meter preso a un periodista porque su fuente fue un espía comete una violación de la libertad y la Constitución, no está “limpiando el periodismo de elementos indignos o irresponsables”; y si un periodista sacado dice que “Cristina es una maldita” ejerce su libertad de expresión, expone una opinión, descalificadora y en mi opinión además estúpida, pero una opinión, no da una piña, no hace algo equivalente, ni que justifique que se lo escrache y amenace.
Los periodistas oficialistas confunden todo cuando dejan abierta la posibilidad, para su propio disfrute, de considerar algunas críticas como ataques a la libertad, y le hacen un mal favor tanto al ejercicio de la crítica, como a la posibilidad de usar la ley para combatir el odio, la agresión y demás delitos en la sociedad. Se enredan en sus propias ambigüedades hacía la libertad de expresión, o tal vez, igual que el presidente, quieren tener al mismo tiempo las ventajas de los lobos y de los corderos.