En la noche del 23 de enero de 1844 el Libertador, ya anciano, mirando una vez más cara a cara a la muerte con la misma serenidad de la que había dado prueba en las batallas y en las graves circunstancias del gobierno, se encerró en su aposento de Grand Bourg. Afuera, el invierno europeo encanecía de nieve las ramas de los árboles y los tejados. Hora propicia, con su silencio, para pensar en el fin de los días del hombre, este varón que, al morir seis años y siete meses después, iniciaría una vida distinta: la inmortalidad, la que de algún modo pertenece y compromete a todos, y que, encarnada en un pueblo se presenta ante la humanidad como ejemplo de virtudes.
El héroe, que al levantar la vista podía contemplar uno de sus retratos de juventud colocado por él mismo al lado del de Simón Bolívar, se vio envuelto en sus memorias…
El nacimiento de Bolivia como nación independiente constituye uno de los pasajes más conmovedores de la historia de América. Con ese hecho, que sucedió a todo el nuevo mundo, repercutiendo intensamente en Europa, donde se lo estimó como la iniciación de un nuevo rumbo en gesta emancipadora, alcanzó su culminación el poderío alucinante de Simón Bolívar.
Segregadas del cuerpo de la joven República Argentina las provincias del Alto Perú, la impetuosa corriente del Libertador del Norte se detuvo allí, frustrándose su seño de llegar hasta el Río de la Plata después de acudir al Paraguay, en nombre de la Libertad, para romper el aislamiento impuesto por la tiranía.
Se levantó entonces el Imperio del Brasil como una fuerza que amenazaba la integridad de las que fueron colonias hispanas. Ya ocupaban las fuerzas imperiales la Provincia Oriental y Bolívar aspiró a jugarse el destino y la gloria poniendo sus ejércitos al servicio de la soberanía rioplatense. Se enfrentó con él la voluntad de Bernardino Rivadavia, respaldada por la mayoría de sus compatriotas.
Bolívar era un peligro para las instituciones republicanas. Forjador, San Martín, de la independencia de vastos territorios, no tuvo, como el capitán de los Andes, la grandeza moral del renunciamiento. Su genio era otro. Había emprendido una obra que no sentía segura si no palpitaba entre sus manos. Se resistía, en lo íntimo, a regresar a Venezuela por el camino del Pacífico. Su grandeza necesitaba trazar un gran círculo, línea en la que eran puntos Buenos Aires adicto, Río de Janeiro sometido, e curso del Amazonas como alucinante ruta de la expedición junto a la cual palidecerían las más atrevidas andanzas napoleónicas…
Verdadero rey sin corona, Simón Bolívar conoció en vida la apoteosis de que todo un país llevase su nombre. República de Bolívar –Bolivia poco después, en su adaptación geográfica- se designó a la nueva nación, que cobró forma en agosto de 1825 al ser convocado por Sucre un congreso de representantes de todos sus pueblos. Se le pidió al mismo Bolívar que redactase la Constitución Nacional.
Tuvo así oportunidad de exponer en un texto orgánico sus ideas de hombre de gobierno, que dieron tema no sólo al intenso debate de sus contemporáneos –partidarios y desafectos- sino también al sereno estudio de escritores políticos y sociólogos europeos. Creó la presidencia vitalicia, ejercida por él de igual modo que en el Perú y en Colombia, como un cargo que en su ausencia ejercería el vicepresidente. País y Constitución llevaban, pues, su nombre. No República de Bolívar, sino Bolivia. Simón Bolívar lo comentó así: “Sólo Dios tenía potestad para llamar a esa tierra Bolivia. ¿Qué quiere decir Bolivia? Un amor desenfrenado de libertad. No hallando vuestra embriaguez una demostración adecuada a la voluntad de sus sentimientos, arranco vuestro nombre, y dio el mío a todas vuestras generaciones”.
Tal es, a grandes rasgos, el comienzo. Bolivia, cuya denominación es hoy, en el plano de la eternidad, un permanente acto de justicia, haba dado pruebas, como conjunto humano, de merecer la personalidad nacional que consagraba. No es éste el lugar ni es ésta la hora de analizar todos y cada uno de los motivos que determinaron la separación del Alto Perú del conjunto de las Provincias Unidas, ni es la de ahora la oportunidad de entrar en un examen a fondo de los resortes psicológicos que actuaron en la personalidad del Libertador del Norte para extender su hegemonía hasta junto los límites de la República Argentina, que por aquel tiempo ponía en movimiento el organismo de su democracia.
Nos basta, en esta reseña, con señalar algunos de los rasgos descollantes de la concepción bolivariana, a la vez que con poner de relieve que Bolivia, cuna de cultura y escenario de heroísmo que afianzaron el carácter republicano de la revolución emancipadora, tuvo desde agosto de 1825 un destino y una responsabilidad inconfundibles en la historia. Antes de que la trayectoria de Bolívar llegase a su fin, Bolivia ya había demostrado ampliamente que era una nación con carácter propio, capaz de mantener su fisonomía, fiel a los mejores ideales de América y fraternal con los otros países de su mismo origen.
Ya está todo… Esta casa de Grand Bourg en la que habita –regalo de su amigo Aguado-, sus muebles, sus recuerdos, la chacra de Mendoza, en la que soñó vivir la sencillez del agricultor, es cuanto tiene…
¿Siente su corazón que todas las palabras de su vida, y todos sus actos, representan una herencia moral que no pueden calcularse con el oro por el que tanto se lucha y se padece? ¿Siente su corazón que más allá de sus afectos y sus vínculos familiares hay otros herederos y que millones de ellos, que lo amarán, aún no han nacido…?
Los intensos dolores físicos no perturbaban la calma de su espíritu. A las tres de la tarde de aquel 17 pasó a la inmortalidad. Desde el más allá ganaría aún nuevas batallas. Serían las que hoy tantos argentinos necesitamos librar, las batallas morales…
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