La parálisis económica de la cuarentena destruyó riqueza, destruyó empleo y destruyó ingresos. Era esperable un estallido de pobreza.
La medición del INDEC es un promedio de los primeros seis meses del año. En ese período, casi 2 ,5 millones de argentinos cayeron de la clase media a la pobreza.
Los datos desagregados indican que la implosión social se aceleró a partir de abril. La pobreza saltó del 34,6% en el primer trimestre al 47,2% en el segundo.
El promedio de ingresos de un hogar pobre entre enero y junio fue de 25.760 pesos. Apenas cubren el 59% de sus necesidades básicas. El nivel más bajo desde que se realiza esta medición.
El INDEC contabiliza entre esos ingresos las ayudas estatales. Sin dudas sirvieron para amortiguar la crisis –como dijo el presidente–. Pero tuvieron muy baja eficacia y es cada vez más difícil solventarlas.
Hasta el ministro Guzmán ha reconocido que los niveles de emisión necesarios para financiar el asistencialismo, como está diseñado, es insostenible. Implican más impuesto inflacionario, que hace más pobres a los pobres.
La ayuda estatal es imprescindible. Es necesario hacerla viable. Se gasta mucho y mal. Hay demasiados programas superpuestos, un exceso de burocracia para administrarlos y una injustificable legión de intermediarios.
La cuestión de fondo es cómo crecer e incluir. Es una obviedad, pero vale repetirla: para reducir la pobreza es necesario crear más riqueza. Y distribuirla mejor, por supuesto. Distribuir riqueza, no pobreza.
No se crea riqueza sin generar condiciones para la inversión y sin estabilizar la economía.
Necesitamos más empleos, en blanco, de mayor calidad y mejor remunerados. Sólo la inversión crea empleo.
El aumento de la productividad, que es lo que permite mejorar salarios, es imposible sin incorporar tecnología. O sea, sin invertir.
Aprovechar las nuevas oportunidades de empleo demanda una mayor calificación de la fuerza laboral. Sin mejor educación, no es posible el ascenso social.
En Argentina se destruyó la inversión. Está en el piso histórico, 9,5% del PBI en el segundo trimestre. Ni siquiera se alcanza a reponer el capital obsoleto.
Se destruyó la educación. En el ranking PISA de 77 países Argentina está en el puesto 63 de lectura, 71 de matemáticas y 65 de ciencias.
¿Las políticas del gobierno apuntan a superar esta tragedia? No es cuestión de un solo gobierno. Los resultados tardan. Por eso se precisan acuerdos que sostengan estrategias eficaces de mediano y largo plazo. Hoy no parece viable, se declama diálogo y se practica la confrontación.
Peor aún. Se avanza en decisiones que “añaden problemas a los problemas”, como suele decir un maestro de economistas. Amenazan la propiedad privada y la seguridad jurídica. Violan contratos. Comprometen la rentabilidad de las empresas. Las ahuyentan. Encierran al país en el aislamiento internacional. Convalidan el gobierno real de la educación por una corporación sectaria, que atrasa.
La Ley de Economía del Conocimiento –el sector más dinámico en la creación de trabajo de calidad– sigue cajoneada. Los cambios en la de Teletrabajo esterilizan el intento de adecuar las regulaciones al nuevo empleo.
Se persiste en un rumbo que sólo conduce a la redistribución de la pobreza, en una espiral de descenso y control social a manos de un Estado tan opresivo como inoperante.