Vuelta de tuerca en Bolivia. El vicepresidente electo, David Choquehuanca, presagiaba el fin del capitalismo y de la Coca-Cola cuando era canciller de Evo Morales. Le había puesto fecha: el 21 de diciembre de 2012, último día del decimotercer baktún (ciclo de 144.000 días en la cuenta larga del calendario maya). No era broma.
Tampoco iba a ser broma otro fin, el del ciclo del primer presidente indígena de la historia boliviana, a raíz del desaguisado desatado tras las elecciones del 20 de octubre de 2019.
Ni iba a ser broma que el eterno ministro de Economía de Morales, Luis Arce, fuera el artífice del retorno del Movimiento al Socialismo (MAS) al Palacio Quemado.
Entre tantas vueltas, o idas y vueltas, los bolivianos temían una catástrofe en el octubre siguiente, el de la crisis sanitaria global, antes de las elecciones del 18, “cuando todavía compartíamos las largas filas en busca de gasolina y atiborrábamos nuestros refrigeradores temiendo el fin del mundo (tal cual ya lo habíamos vivido un par de veces este año)”, apuntaba la cientista social Lourdes Montero.
La victoria del delfín de Morales en la primera vuelta, tildada de “batacazo”, no precipitó el temido fin del capitalismo ni del refresco más popular del mundo, sino el comienzo de un nuevo capítulo en Bolivia. U otra vuelta de tuerca.
Esta vez, lejos de recrear el eje bolivariano, suelda la alianza estratégica que estableció Morales con la llamada burguesía de Santa Cruz de la Sierra.
La que permitió, con la gestión económica de Arce, que Bolivia dejara de ser el país más pobre de América latina después de Haití y recibió elogios del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial.
Mientras Venezuela y Argentina dilapidaban los beneficios de la bonanza por el aumento del precio de las materias primas, Bolivia aprovechó el alza de los hidrocarburos para redistribuir el ingreso, controlar en forma estricta el presupuesto y propiciar el consumo interno.
Arce prometió durante la campaña que iba a ser el presidente, de modo de captar a la clase media, pero Morales permanece en el centro de la escena.
¿Doble comando? “Lo que agudizó aquel conflicto político fue la noción fallida de que el lugar de poder personal y no la del modelo es lo que garantiza su vigencia, aunque lo que ese desvío desnuda es realmente su debilidad”, concluye el analista internacional Marcelo Cantelmi.
Eso se llama personalismo, pieza fundamental del liderazgo latinoamericano con raras excepciones como la de Uruguay con la renovación del Frente Amplio, como apunta Cantelmi.
La vuelta de tuerca en Bolivia tiene ahora otro matiz. El de la vuelta de Morales, refugiado en Argentina tras su breve estancia en México. Los bolivianos pagaron caro su capricho de no permitir que otro candidato se presentara en 2019 tras haber sido impedido de ser reelegido por cuarta vez después de 14 años de gobierno. No respetó el resultado negativo del referéndum de 2016, así como el Tribunal Constitucional Plurinacional.
Ese órgano, antes adicto, aceitó después la investidura como presidenta provisional de la senadora Jeanine Áñez tras la renuncia de la plana mayor del gobierno y del Congreso.
La caída de Morales derivó en campo fértil para una represión brutal condenada por la Oficina de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, Michelle Bachelet.
Una figura tan vapuleada como la del secretario general de la OEA, Luis Almagro, partidario de la enésima reelección de Morales en octubre de 2019, a cambio del voto para su propia reelección en el organismo en marzo de 2020, y detractor después, cuando contaba con el guiño de Añez.
Las masacres contra civiles en Senkata y Huayllani, un mes después de las elecciones fallidas, quedaron impunes, así como otros atropellos de militares y policías.
¿Quién es Arce? “Un neoliberal que no ha salido del closet”, según The Wall Street Journal, por más que cite a Marx y Engels y exhiba a sus espaldas el retrato del Che Guevara: “A pesar de que habla como sus aliados de izquierda de Argentina y Venezuela, Arce ha evitado los traspiés que han llevado a estos países por un sendero de inflación galopante, depreciación de la moneda y recesión”.
La prolijidad, “que mantendría a Milton Friedman descansando en paz en su tumba”, caracterizó su gestión como ministro tras casi dos décadas años en el Banco Central de Bolivia bajo el ala de presidentes de extracción conservadora.
Durante el interinato de Añez, “el MAS no perdió su fortaleza política y sus rivales no forjaron una coalición alternativa”, dice el sociólogo Fernando Mayorga.
Lecciones y elecciones, agrega, resumidas en la ira contra la wiphala (bandera de los pueblos andinos) y “una retórica altisonante de tinte ultraconservador rociada con agua bendita”. Como si se tratara, en verdad, de una lucha de ciudadanos contra salvajes, al igual que durante la campaña inicial de Morales, en el lejano 2005.
La vuelta de tuerca, más allá de las simpatías y las antipatías de otros gobiernos, empieza y termina en el mismo sitio: Bolivia. Que nunca renunció al capitalismo ni a la Coca-Cola.