La elección interminable de Estados Unidos finalmente llegó a su fin. No importa tanto, a la hora de analizarla, quién ganó. Pues fue tan reñida que pudo haber sido para cualquiera.
Lo que sí podemos aventurar es que fue una elección especialmente singular. Desde luego, todas las elecciones son importantes, y más si se trata de la primera potencia mundial y la democracia más antigua. Pero ésta fue inédita en varios sentidos.
En cierto modo, se trató de una elección que confirmó y consolidó tendencias que apenas habían empezado a asomarse en 2016. Nadie sabía a ciencia cierta si habían sido meros eventos excepcionales y espasmódicos o reflejos de cambios estructurales.
Por un lado, otra vez las encuestas fracasaron, y lo hicieron en ambos casos a favor del Partido Demócrata. Esto habla de un voto oculto o “vergonzoso” (como le dicen algunos). Hay personas que no les gusta decir que van a votar por Trump, que sienten un poco de culpa por ello o temen cierto rechazo de familiares y amigos. Esto se puede explicar fácilmente porque Trump ha sido el primer presidente en la historia de Estados Unidos que ha desarrollado una mecánica netamente encuadrable en el populismo autoritario, totalmente ajeno a la tradición y cultura democrática de ese país.
Por otra parte, el autoritarismo cínico y patológico de Trump no fue una anomalía pasajera o una suerte de error histórico casual. Muy por el contrario, incluso con una parte importante del Partido Republicano en su contra, con un senador republicano como Mitt Romney habiendo votado a favor de su juicio político, con figuras principales de su partido apoyando públicamente a Biden, con ex funcionarios de su gobierno denunciándolo y con la mayor parte de los medios de comunicación en contra, Trump ha sido muy difícil de derrotar. Esto nos habla de que es el emergente de un cambio más profundo y estructural en el electorado americano.
Así y todo, también se puede interpretar la elección como un freno al populismo autoritario de derecha que pretendió llevar adelante Trump. La democracia estadounidense demostró capacidad de reacción y de unidad para defenderse a sí misma. La cultura democrática de algunos sectores del “cinturón oxidado” puede haberse deteriorado mucho, pero en la mayor parte del país dicha cultura sigue intacta, fiel a la historia de la nación.
Otra tendencia que se pone de relieve es la crisis del sistema del colegio electoral. Es una institución tradicional de la democracia estadounidense, y es difícil que sea reemplazada en lo inmediato, pero da lugar a una creciente desigualdad entre los partidos mayoritarios, perjudicando sistemáticamente a los demócratas.
Históricamente, era menos común que quien ganara los electores no ganara el voto popular. Y ello podía favorecer a cualquiera de los partidos, porque ambos tenían fuerte presencia rural. Empero, desde 1993, prácticamente se puede afirmar que los republicanos no hubieran ganado ninguna presidencia de no ser por el colegio electoral (excepto la reelección de Bush Jr., que se descuenta no hubiera tenido lugar de no haber accedido a su primer mandato gracias al colegio electoral). Es decir, de tenerse en cuenta el voto popular, todos los presidentes de los últimos 30 años hubieran sido demócratas. ¿En qué medida se podrá continuar con un mecanismo electoral que siempre perjudica al mismo partido y le impide regularmente a la mayoría del pueblo designar a su presidente?
Más allá de eso, podemos preguntarnos de cara al futuro. ¿Fue el populismo autoritario de Trump una anomalía pasajera? ¿O acaso llegó para quedarse? ¿En qué medida o porcentaje la lealtad es a Trump o al partido? En lo inmediato ¿cuál será el futuro de Trump? ¿Buscará romper con la tradición de caída en desgracia de los presidentes no reelectos? ¿Elegirá a un sucesor y logrará movilizar a su favor a su leal y activo electorado de extrema derecha? ¿Afrontará juicios por sus abusos en el ejercicio del poder, así como por acusaciones de corrupción que ya sobrellevaba antes de ser presidente?
Llegamos así al interrogante final y más importante: ¿qué perfil adoptará el Partido Republicano? En cierto modo, la solidez y lealtad del electorado de Trump, capaz de tolerarle cualquier tipo de exabrupto, abuso o desprolijidad, podría convertirse en un incentivo para profundizar el camino iniciado por el magnate. Sin embargo, por otro lado, Trump es uno de los pocos presidentes que no lograron la reelección. Esto, sumado a la constante pérdida del voto popular, así como al cambio demográfico, podría acelerar una renovación y modernización en el Partido Republicano.
Si ello sucediera, podríamos ver un retorno a un liberalismo conservador clásico, lo cual sería bueno tanto para el partido como para el país. Paradójicamente, sustituir el sistema del colegio electoral podría, en contra de lo que parece a simple vista, beneficiar al Partido Republicano. Lo obligaría a reformular su base electoral y a buscar una renovación y modernización, dejando de ser un partido netamente rural en retroceso, que necesita aferrarse a un colegio electoral distorsionado para ser competitivo.
De lo que decida y haga el Partido Republicano de aquí en más, dependerá la estructura que adopte el sistema de partidos en Estados Unidos. Una opción parece ser un retorno a la normalidad, con un Partido Demócrata de corte socialdemócrata o de centroizquierda (para estándares americanos, desde luego) y un Partido Republicano liberal-conservador o de centroderecha. Sería lo mejor desde el punto de vista de la salud de la democracia norteamericana.
La otra alternativa, más revolucionaria, sería que el Partido Republicano consolide el perfil nacionalista y populista que quiso imprimirle Trump. En este caso, el electorado liberal-conservador podría repartirse entre el Partido Demócrata y el Partido Republicano. Así, la nueva base electoral del Partido Demócrata tendría un componente liberal adicional que presionaría hacia el centro y haría aún más moderado a un partido que de por sí se ha caracterizado, en las últimas décadas, precisamente por su moderación.
Tendríamos, entonces, una fuerza democrática de “extremo centro”, que dirimiría en internas si adoptar un perfil más socialdemócrata o más liberal, y una fuerza autoritaria, de tendencia nacionalista y populista, totalmente inédita para la historia de Estados Unidos. Este último sería el peor escenario posible. Implicaría una constante y latente amenaza de exabruptos autoritarios y degradación institucional en la primera potencia mundial, con los consiguientes efectos de inestabilidad e incertidumbre para el planeta, tal como sucedió durante los últimos cuatro años de gestión de Trump. No podemos saber el futuro, pero analizar y conocer escenarios posibles nos ayuda a estar mejor informados y a ser mejores ciudadanos dondequiera que nos toque serlo.
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