Mario Vargas Llosa inquiría en la novela Conversación en la Catedral, de 1969, en qué momento se había jodido el Perú. Medio siglo y un año después quizá Zavalita, una suerte de espejo del país en la ficción, siga preguntándoselo frente a una realidad. La de otro presidente caído en desgracia. Martín Vizcarra terminó siendo destituido por el Congreso por «incapacidad moral permanente». Lo reemplazó el congresista opositor Manuel Merino, tildado entre disturbios, cacerolazos y bocinazos de “golpista” y “usurpador”. Un gobierno a plazo fijo, hasta el 28 de junio de 2021, de modo de completar el mandato de otro presidente depuesto, Pedro Pablo Kuczynski.
Y sí, otra vez se jodió el Perú. Las protestas, aclararon en las calles, no eran en defensa de Vizcarra, sino de la democracia. Vizcarra cayó sin un proceso judicial previo por la sospecha de haber recibido sobornos del orden de los 630.000 dólares por dos obras públicas cuando era gobernador de la región sureña de Moquegua, entre 2011 y 2014. En 2018, como vicepresidente, sucedió a Kuczynski, también acusado de corrupción. Por ese delito, moneda corriente en América latina, fue a prisión el jefe de los servicios secretos de Alberto Fujimori, Vladimiro Montesinos.
Después iba a caer Fujimori por crímenes de lesa humanidad y, cómo no, por corrupción. Le siguieron sus sucesores desde 2000 y su hija Keiko, congresista, primera dama en los noventa y candidata presidencial en 2011 y en 2016, procesada por lavado de activos procedentes de la constructora brasileña Odebrecht. Un cáncer que derivó en el suicidio de Alan García, presidente de 1985 a 1990 y de 2006 a 2011, y en los procesos de Ollanta Humala, precandidato presidencial por el Partido Nacionalista a pesar de haber sido condenado a 19 años de prisión por una asonada golpista, y de Alejandro Toledo, preso en Estados Unidos en espera del pedido de extradición.
En el Congreso unicameral, no exento de intereses y suspicacias, hubo cuatro iniciativas para tumbar a los presidentes desde 2017: dos “pedidos de vacancia”, en la jerga peruana, contra Kuczynski y dos contra Vizcarra. El último prosperó en un trámite exprés que pasó por alto una instancia decisiva, el Tribunal Constitucional. ¿Fue un golpe de Estado al estilo boliviano, al margen de los méritos de Evo Morales? Más de la mitad de los congresistas peruanos, 68 sobre 130, están bajo la mira judicial. Nada que envidiarles a los brasileños.
Vizcarra convocó elecciones en septiembre de 2019 para disolver el Congreso. El resultado fue un bumerán. La inquina creció por haber pretendido remover el status quo de una corporación que se preserva a sí misma. La Organización de los Estados Americanos (OEA) se muestra «profundamente preocupada» tanto por el caos político recurrente como por las movilizaciones, reprimidas con gases lacrimógenos y perdigones en medio de la pandemia. No alcanza. El Perú se jodió a cinco meses de las presidenciales mientras, como expone el politólogo peruano Alberto Vergara, “la democracia agoniza”. Funciona, dice, como una “tómbola corrupta”.
Tanto que institucionalizó “la coima que cobran autoridades subnacionales, llamada diezmo”, legitimada por empresarios que “se sumaron sin reparos a la corrupción de las obras públicas en el Perú del boom económico”. Un sistema que entró en descomposición con la Operación Lava Jato, pero no desapareció. Merino nombró primer ministro a Ántero Flores-Araoz, respaldado por el 0,4 por ciento de los votos como candidato presidencial. Un reflejo de la grisura de la aparente transición del Perú, jodido otra vez, porque, como pensaba Zavalita hace 51 años, “no hay solución”.