El Congreso, controlado férreamente por Ella y Él (hijo), se ha vuelto el centro de nuestro régimen de gobierno. Los reformistas que durante tanto tiempo despotricaron contra el presidencialismo argentino, y promovieron una reforma parlamentarista, ahí lo tienen: su sueño se ha hecho realidad. A través de una vía impensada y con resultados que, cabe temer, no serán tampoco los deseados.
En el espacio de pocos días, con el impuesto a los ricos, la limitación a la posibilidad de que el gobierno se endeude, los cambios introducidos al presupuesto y la reforma del mecanismo de elección del Procurador, le han definido por completo la agenda al presidente. Quien, resignado, volvió a la senda del “estatismo antimperialista” y la “guerra al lawfare”, luego de intentar durante un corto tiempo hacer buena letra con los empresarios y el Fondo, y también con parte de la oposición por el futuro de la Procuración. Si no puedes vencerlos, únete a ellos. Esa parece ser la máxima que guía los pasos de nuestro ubicuo mandatario. Lo que, bien mirado, es una virtud, tal vez la única. Porque, en verdad, no tendría con qué encarar ninguna pelea, después de un año de gestión que, en los temas en que no ofrece resultados catastróficos, viene fracasando lánguidamente.
Mientras, Cristina y Máximo lucen lozanos, vitales, satisfechos. Como si nada de todo eso les pudiera hacer mella. Como si los errores y horrores fueran todos ajenos. Es que de lo único que el actual oficialismo puede seguir vanagloriándose es de la reconstrucción de la unidad peronista, que ha sido mérito principalmente de ellos, y de haber inventado una fórmula para la toma de decisiones donde sus responsabilidades se diluyen, un gran invento que deberían patentar. Tiene su lógica que sigan siendo ellos también quienes tienen el mejor pasar, se pueden seguir dando todos los lujos, dar cátedra a diestra y siniestra, aún en medio del desastre. Alberto, por su parte, bien sabe que si no fuera por esa reunificación él no estaría donde está, y si ella se viera amenazada no duraría ni cinco minutos más ahí. Así que también trata de sacarle el cuerpo a las responsabilidades y, cuando no queda otra, carga con los muertos.
Es curioso cómo el actual “equilibrio de poderes” contradice sin inmutarse el brutal hiperpresidencialismo con que los Kirchner gobernaron durante su primera década. Y también cómo el peronismo tiende a dejarse llevar, en este marco, por el programa de su facción predominante con bastante más docilidad de la que mostró en aquellos años. ¿Es resignación, temor al abismo, o las peleas de aquel entonces ya no pesan ni interesan, porque no les redituarían votos? Debe ser una mezcla variable según los casos de las tres cosas.
Con respecto a lo primero, es difícil encontrar un presidente que se haya mostrado tan dócil frente a sus propios legisladores. En general los presidentes argentinos, más cuando son peronistas, les imponen su agenda y, para hacerla avanzar, colocan en los cargos críticos de las Cámaras, sus presidencias, las jefaturas de bloque y de las principales comisiones, a gente que le es leal. Desde el principio, en esta ocasión, sucedió lo contrario. Madre e hijo ni consultaron a Alberto a la hora de hacer esa repartija. Los gobernadores, si querían mojar algo, tuvieron que ir a hablar con ellos. Y así el Congreso pasó de ser la escribanía de los presidentes K, a constituirse en el eje del poder oficial. De a poco se están viendo las consecuencias.
Son la presidenta del Senado y el jefe de la bancada oficial quienes conducen y definen la agenda y las prioridades de las cámaras. Y a partir de ahí, extienden su poder sobre el Ejecutivo nacional, y también sobre las provincias. Se está viendo con la discusión, cada vez más complicada para el Ejecutivo, sobre la Procuración: paso a paso los Kirchner van saliéndose con la suya en ese asunto; ahora lograron que venga en su ayuda la Comisión Beraldi, que “asesora al presidente”, pero acorde al “espíritu” de la señora. Para qué el gobierno tiene todavía una ministra de Justicia no se sabe.
En cuanto a las negociaciones con el FMI y, a través suyo, la orientación de la política fiscal, cambiaria y financiera, y la consecuente relación con los empresarios, hubo algo más de resistencia. Pero al final Alberto se plegó al endurecimiento que impuso la sagrada trinidad, advertido de que no podría con ella. Pasó entonces de querer frenar el impuesto a los ricos, a “militarlo”, mandando a sus ministros a respaldarlo y festejar su media sanción en Diputados. Los integrantes de la misión del Fondo deben estar preguntándose para qué perdieron el tiempo reuniéndose con Guzmán y su equipo, cuando lo único importante era saber qué querían Cristina y Máximo. Ahora van a volverse a Washington a esperar. Dicen que hasta febrero, tal vez pensando que a esa altura el descalabro económico local haya convencido a esa dupla de que no pueden seguir estirando las cosas eternamente.
También Massa aportó lo suyo, adoptando un rol inédito en la historia de la Presidencia de la Cámara Baja, agregando impuestos y gastos para solventar su propio proyecto político. Unos 40.000 millones, que Guzmán tampoco objetó, porque nadie le preguntó. Y siguiendo la tónica presidencial, decidió luego “militar”: lo ayudaron a decir en estos días que el presupuesto del año próximo “no es de ajuste” porque los gastos crecen por sobre la inflación respecto a los de este año. Dos falacias en una: está estimando una inflación sustancialmente más baja que la que va a terminar habiendo y se está olvidando de la enorme masa de gasto por fuera del presupuesto de este año. El ajuste previsto es fenomenal, contradice todos los manuales peronistas sobre la conveniencia de alimentar la demanda cuando hay recesión. Otra cosa es que se vaya a cumplir.
Volviendo a la cuestión central, dado que Alberto no tiene plan, ni ideas para delinearlo, es razonable que sean las ideas y los planes de la madre y el hijo los que tiendan a imponerse. Pero mientras en el terreno judicial es claro lo que ellos quieren (aunque de ahí a que lo consigan hay igual un mundo de distancia, porque lo que quieren es demasiado), en la economía no es para nada evidente. Que pretenden seguir orientando todos los recursos posibles al conurbano bonaerense no hay duda, pero ¿en serio creerán que con el impuesto a los ricos van a reunir lo suficiente?, cuando eso se demuestre inviable, ¿van a intentar algo aún peor, o van a consultar a Redrado? Imposible saberlo. Que buscan postergar los aumentos de tarifas que Guzmán se comprometió a aplicar desde principios del año próximo ya se sabe, y lo van a conseguir, pero no está claro cómo imaginan que el resultado de hacerlo va a ser otro que el que obtuvieron durante el segundo mandato de la señora, un déficit creciente, que ahora resultaría muy pronto impagable.
¿Qué nos dice todo esto de la dinámica que está adoptando el peronismo, de su relación con el kirchnerismo, y del modo en que convivirán sus distintas tribus en una etapa como la que se abre, en que habrá muy poco para repartir, muchas demandas insatisfechas y encima una oposición desafiante en frente?
En principio pareciera que los peronistas “no K” están dejándose conducir por los “K” con menos resistencia que cuando había más plata y buena parte la repartían, con alta dosis de discrecionalidad, pero mucha mayor previsibilidad que ahora. Hoy manda allí la supervivencia, fiscal y electoral, por sobre las desconfianzas. Eso explica que los gobernadores estén disgustados por la ayuda extra que reciben Kicillof y los intendentes del conurbano, pero no digan ni mu, y avalen entusiastas el manotazo a los recursos porteños aunque no les haya tocado de eso ni un céntimo. Y que los sindicatos hagan más o menos lo mismo: protesten por los perjuicios impuestos a sus jubilados, pero prefieran no alzar la voz, a ver si pueden salvar sus obras sociales, que les interesan mucho más.
Esta disposición es una gran novedad. Asegura un piso de calma y de gobernabilidad que no hay que subestimar. Pues puede hacer la diferencia entre un desempeño mediocre, signado por múltiples tensiones, pero contenidas, y un estallido.
Claro, es también una garantía de que en un peronismo dominado por la lógica de la supervivencia, difícilmente haya lugar para reacciones reformistas, siquiera para resistencias internas contra cursos de acción que seguirán agravando los déficits de las instituciones democráticas y de nuestro siempre precario capitalismo. El régimen parlamentarista que nos gobierna se va a endurecer, se volverá más y más jacobino en sus métodos y objetivos, alentado por la necesidad de hacerse de recursos y de blindarse frente a la desconfianza de empresarios y organismos financieros, frente a los opositores, los medios y los jueces independientes. Y el peronismo en pleno, o casi, lo va a sostener. En lo que le genere algún disgusto, mirando para otro lado.
La Argentina, mientras tanto, seguirá destruyendo masivamente su capital. Es un drama que cada tanto nos sucede. Aunque nunca con la intensidad de este último año. En cierta medida, consecuencia de la pandemia y la cuarentena, pero también de una economía asfixiada por impuestos que no redundan en servicios o infraestructura productiva, sino en rentas políticas, para que subsistan malamente los rehenes pobres del sistema, y progresen todo tipo de cazadores de subsidios afines a sus jefes. Ese sistema, para mal o para bien, puede aún ser estable: puede durar, porque buena parte de los perjudicados lo consideran el único salvavidas a la mano. Eso explica que muchos vean favorablemente el impuesto a los ricos: no creen el argumento de empresarios y opositores de que así se desalientan las inversiones, pues sospechan que igual inversiones no va a haber; de permitirles a los ricos disponer de su dinero lo van a fugar, no a invertir acá. Y la desconfianza en el futuro económico del país se vuelve, así, una potente fuerza reproductora de nuestro estatismo y su decadencia, no un motivo para revisarlos. Mientras esto siga siendo así, muchas posibilidades no va a tener un cambio.