Nada le faltaba a Diego Maradona para trascender un fenómeno meramente deportivo, pero su muerte nos ha traído la pasmosa y dolorosa confirmación de que sin él de este lado de las cosas ya nada será igual: ni el fútbol ni la vida propiamente dicha.
Dentro de la cancha, tuvo las mejores respuestas a las peores preguntas.
Fuera de la cancha, en cambio, abundó en la pura afirmación, en un acto, y otro acto, y otro, desentendidos de interrogantes y preámbulos.
¿Querrá decir que hubo más de un Maradona?
Quién sabe: el filósofo alemán Immanuel Kant imaginaba lo que imaginaba una paloma: “Cuánto mejor volaría sin la resistencia del aire”.
Acaso, entonces, con Maradona haya pasado lo mismo: todo eso que en su condición de hombre desmesurado nos había parecido objeción y dificultad en realidad había sido condición y posibilidad.
Acaso los vigores de las rebeldías con causa y sin causa habían sido menos el derivado de sus destrezas y de su fama que el sideral motor que las había propiciado.
La estrella, el Dios sin religión, el mito viviente, llevados de la mano por el pibe pobre de Villa Fiorito.
Pero ya es tarde y tampoco importa: no hay ríos de tinta capaces de articular y armonizar lo que persistió en desbordar su cauce.
Si todo en Maradona había sido excesivo, ¿por qué no sería excesivo el efecto de su partida?
Excesivo hasta el colmo mismo de la paradoja: quien había llevado hasta el límite de sus posibilidades el juego de la pelota número 5 y las correspondencias narrativas de la lengua, hoy nos lleva a las profundidades donde los signos callan.
Con Maradona se han ido nuestros mejores sueños.
Con Maradona, por Maradona y en Maradona persistirá el indispensable, inconfundible aroma de los días dichosos.
Pero ese arco y ese gol hoy están demasiado lejos.
Dolor y Orfandad.